Durante esta cuarentena observo que amigos, conocidos, colegas y contactos de redes sociales recurren al cine no para evadir la realidad sino para confrontarla. Los números de audiencia de las plataformas de streaming nos dicen que en tiempos adversos lo que está a la alza es el cine de tiempos adversos.
El fenómeno empezó a principios de marzo cuando Contagio, el certero ensayo epidemiológico de Steven Soderbergh en el que vemos el progreso de un virus a nivel global, reinó en las pantallas caseras. El turno fue después para la producción española El Hoyo, de Galder Gaztelu-Urrutia. Aunque no presenta un escenario parecido a la actualidad (quizá solo la parte de estar encerrados), esta cinta disponible en Netflix tiene ese saborcito de fin de los tiempos que a muchos les está gustando incluir en su dieta mediática. El Hoyo trata de una cárcel vertical en la que diariamente los reclusos reciben comida en una plataforma que viene de las celdas de arriba. Esto es: las sobras de las celdas de arriba, hasta que un día uno de los presos lo cuestiona todo y empieza la rebeldía. Mala no es. De hecho, tiene esa calidad de ejecución que distingue a la ficción española en cine y televisión últimamente tan en boga. Mi reproche hacia ella es que agita ideas que ya se han contado. El festín de comida que desciende de piso en piso se le ocurrió antes a Denis Villeneuve para su cortometraje Next Level (disponible en YouTube). La metáfora vertical de jerarquía social se le ocurrió a Bong Joon-ho, solo que de forma horizontal, en la poco vista Snowpiercer (disponible en Prime Video), en la que los protagonistas también van invadiendo los siguientes niveles de su “prisión” para dar un golpe al sistema.
El apetito por ficciones que reafirman la ansiedad que nos produce la crisis sanitaria no se detiene en ver películas apocalípticas o distópicas. En mi bitácora mental anoté que la gente a la que sigo en redes sociales está viendo títulos como: Natural Born Killers (sobre asesinos seriales), Seven (más asesinos seriales), Surviving R. Kelly (docuserie sobre abuso sexual) y La Cacería (sobre el homicidio como pasatiempo). Si estamos horneando pasteles para reconfortarnos, sustituyendo las pesas de gimnasio por garrafones de agua purificada para conservar la condición física, haciendo yoga para conservar la condición mental ¿qué parte fatalista de nosotros es la que nos hace querer ver al Titanic hundirse? ¿Es posible que estemos tan acostumbrados a la programación de la cartelera (superhéroes en el verano, historias de terror para Halloween, cuentos navideños para diciembre) que lo natural sea adaptar lo que vemos en casa a los eventos que hay afuera? ¿Es posible que, en realidad, nadie esté viendo esas películas con suficiente atención? Eso es algo que siempre me ha hecho tener mis reservas del indigesto ciclo de consumo del espectador de streaming, quien todo el tiempo se pregunta ¿y ahora qué veo?, pero no se detiene a preguntarse: ¿qué es lo que acabo de ver?
En días de cuarentena tal parece que las “feel good movies” no tienen popularidad. Lo de hoy son las “feel bad movies”. No es que tenga algo de malo. Quizá sea el comienzo de una cultura popular en la que el escapismo ya no es antídoto.
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