
En cuanto empezaron a difundirse las primeras informaciones de la muerte de 39 migrantes en la estación migratoria temporal de Ciudad Juárez, el país se ensombreció.
La conmoción creció cuando se supo que habían muerto por quemaduras y asfixia, y que otros 28 migrantes habían resultado con graves lesiones. Estaban encerrados en un área enrejada y con candado. Nadie quiso o nadie pudo abrirles.
Hoy, a unos días de la tragedia, en el país y fuera de él prevalece, además de la condolencia, una entremezclada sensación de ira y aflicción.
Al paso del tiempo quedarán algunos rescoldos de este sentimiento colectivo de solidaridad con las personas migrantes quienes, sin embargo, pronto regresarán al olvido. Hay antecedentes de que migración y migrantes ocupan un espacio en nuestra atención solo al llamado de una tragedia.
Hubo asombro cuando en junio de 2009 desde la Comisión Nacional de los Derechos Humanos denunciamos el secuestro de migrantes, que había crecido sigilosamente como una industria criminal, y muy lucrativa, en prácticamente todas las rutas de indocumentados en su paso por México rumbo a Estados Unidos.
Convergían en ese documento, que abarcaba un periodo de seis meses, 9 mil 758 víctimas de secuestro, miles de millones de dólares, una inconcebible crueldad y un sufrimiento inimaginable. Se identificaba como ejecutoras de este delito a bandas del crimen organizado, sobre todo a los llamados Zetas, a quienes, en muchos casos, agentes del Instituto Nacional de Migración les “vendían” a migrantes. Las autoridades minimizaron los resultados de la investigación y dijeron que se trataba de episodios aislados.
En agosto de 2010, 72 migrantes fueron acribillados en un rancho de San Fernando, Tamaulipas. Las fotografías de decenas de víctimas al pie de una pared parecían una siniestra reproducción de fusilamientos de quién sabe qué tiempos. Y sin embargo allí estaban las imágenes, reflejo de lo que sucedía en la primera década del siglo XXI. Las autoridades declamaron sus condolencias y buenos propósitos. “Nunca más ocurriría algo parecido”.
El 9 de diciembre de 2021, un tráiler volteó y se estrelló en el muro de un puente peatonal en una carretera de Chiapas. Allí murieron 55 migrantes y hubo 105 heridos. Ellos habían pagado a traficantes miles de dólares por su traslado a Estados Unidos y viajaban en condiciones atroces. Nuevamente surgieron voces de lamento y otra vez se dijo que se tomarían las medidas necesarias para evitar siniestros semejantes.
Por estos hechos, hitos funestos en la historia de la migración, podría pensarse que los migrantes padecen graves desgracias, que por fortuna solo suceden ocasionalmente. Pero no es así: los hechos mencionados son la expresión sonora de la silenciosa tragedia migrante de todos los días.
Desde 2005 documentamos en la CNDH, como lo hicieron algunas organizaciones de la sociedad civil y organismos internacionales, muchas formas de violencia que se ejercían, y se ejercen, en contra de migrantes indocumentados: arbitrariedades, amenazas, robos, asaltos, extorsiones, maltrato, abandonos, agresiones, violaciones, desapariciones, secuestros, homicidios.
Esto sucede en mayor o menor medida todos los días desde hace dos décadas, y ahora, además, en un contexto de crecimiento de los flujos migratorios.
Ojalá que los hechos del pasado lunes 27 de marzo en Ciudad Juárez sean, realmente, un parteaguas en la atención de la migración indocumentada en México.
Los migrantes irregulares de Centro y Sudamérica lo son, como los nuestros, por el agobio de sus condiciones y circunstancias, y es inaceptable que por buscar la vida encuentren la muerte. Podemos y debemos estar a la altura del desafío y hacer de México un lugar con políticas, leyes migratorias e instituciones que garanticen y salvaguarden los derechos humanos de las personas migrantes.