30 de julio, Día Mundial Contra la Trata de Personas
En la trata de personas estamos todos: los victimarios y las víctimas, los que venden y los que compran, las autoridades a las que compete prevenirla y combatirla, las que cumplen y las que no, las personas que luchan por visibilizar el delito y denunciarlo, y los que contribuimos pasivamente, con nuestra indiferencia, a que todo esto suceda.
Y lo que sucede es de una gravedad extrema: el tratante priva de su libertad, por la fuerza o mediante engaños, a una niña, una mujer, un adolescente, un hombre, y vende a esa persona porque para él es mercancía. El mismo u otro tratante explota a la víctima, la esclaviza. Dispone de su cuerpo o de su fuerza de trabajo a golpe de amenazas, violencia, sometimiento brutal y permanente.
La víctima no podrá ir a donde quiera porque estará retenida mientras viva o mientras se pueda lucrar con ella. Después será desechada, con todas las secuelas físicas, mentales y emocionales del infierno al que ha sido sometida.
La mayoría de las víctimas de trata son niñas o mujeres, a las que se explota sexualmente. En muchos casos, son mujeres y niñas que se reportan como desaparecidas, que una hora antes tenían una vida y no se veían ni remotamente en una circunstancia de esclavitud, humillación y asfixia. A veces sabemos de su desaparición por las redes sociales, y luego el silencio. Una niña o una mujer convertida en mercancía mediante un sufrimiento atroz, y una familia rota para siempre.
Hace falta decirlo para que nos duela, para que no nos vacunemos contra la indignación, para evitar que creamos que esas son cosas que pasan o que les pasan a los que se lo buscan. Para que despertemos de nuestra indiferencia.
Aunque lastime, hay que imaginar qué sentiríamos si le sucediera a una niña o una mujer de nuestro entorno familiar, y que imaginemos el abismo, la caída sin fondo de un crimen así. Porque si no sentimos, no comprendemos ni ayudamos ni exigimos.
Ejercida por maleantes sin escrúpulos y alentada por la impunidad, pero también por la indiferencia, la trata ha crecido en México 35 por ciento de 2015 a 2021, de acuerdo con la organización Hispanics in Philanthropy, que estudia los principales flagelos de América Latina. Se habla de 2 mil 800 casos en ese periodo, pero el número registra solo lo que se denuncia. Todos sabemos que la cifra no conocida es inmensa.
México tiene menciones para la indignación y la vergüenza: el tercer lugar mundial en trata de personas con fines de explotación sexual, solo después de Tailandia y Camboya, según la organización internacional A21; y el primer lugar en contenidos y distribución de pornografía infantil, de acuerdo con la OCDE.
Otras víctimas de trata son hombres jóvenes y adultos a los que se somete a trabajo forzado, particularmente en campo, minería y construcción, en tanto que crecen los casos de reclutamiento de niños y adolescentes por parte del crimen organizado, quienes son utilizados como vigilantes, recaderos, transportadores de droga, y sí, también como sicarios. Todo en la trata es infierno.
Hay mujeres obligadas a trabajar en servicio doméstico, niños pequeñísimos forzados a mendigar para otros. Abundan también entre las víctimas de trata personas con alguna discapacidad, miembros de la comunidad LGBTQI+, madres solteras, indígenas, migrantes.
Ninguno de ellos y ellas imaginó estar en una condición de esclavitud, añorar a su familia con impotente desesperación, padecer un trato infamante, brutal, llorar por horas, pensar en el suicidio, agotar todos los días la ilusión de la fuga, sentirse culpable y sobrevivir apenas. Todo es infierno en la trata. No hay forma de ser indiferente a esta barbarie.
* Secretario general de Servicios Administrativos del Senado y especialista en derechos humanos.
@MFARAHG