Algo hemos hecho muy mal y durante mucho tiempo como para que un alto porcentaje de niñas, niños y adolescentes afirme que se siente inseguro en la calle y en la escuela, y que en su casa padece violencia física y verbal.
Además de la vergüenza que este indicador nos debe hacer sentir, hay que asumir la responsabilidad que nos corresponde. Por comisión o por omisión hemos contribuido a la estremecedora revelación que nos ponen frente a los ojos más de cinco millones de menores de edad que participaron en la Consulta Infantil y Juvenil 2018, aplicada por el Instituto Nacional Electoral en noviembre pasado y cuyos resultados se difundieron hace unos días.
Esta percepción de inseguridad de las mexicanas y los mexicanos entre seis y 17 años es una dramática alerta que debe ser atendida de inmediato y a profundidad, a menos que prefiramos, cobardemente, optar por la indiferencia y condenar a nuestra niñez a un creciente sentimiento de indefensión.
Alarmante por sí misma, esta sensación de inseguridad y miedo se torna más apremiante porque sabemos en conciencia que no se debe a una intuición o a una impresión pasajera de nuestros niños y niñas, sino que está fundada en los hechos.
Con base en datos del Inegi, la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim) reporta que entre 2007 y 2017, esto es, en 11 años, fueron privados de la vida 13 mil 217 menores de 18 años.
Esto quiere decir que, en promedio, tres niños son asesinados en México cada día desde hace más de una década.
De manera similar, la desaparición de niñas y niños ha venido incrementándose dramáticamente en los últimos años: desde diciembre de 2012 hasta abril de 2018 fueron víctimas de este delito 4 mil 980 menores, entre ellos 3 mil 67 niñas, es decir, 61 por ciento.
La cifra de ese periodo da un promedio de 2.5 desapariciones por día, pero si se toma en cuenta únicamente 2017, el último del que se tiene registro completo, la cifra es de mil 355 desapariciones, equivalente a cuatro cada día.
El destino de estas víctimas de desaparición es siempre inhumano: la venta, el abuso sexual, la muerte, el tráfico y la trata de personas, la explotación y el turismo sexual.
Hay otro destino que se impone a miles de niños: la incorporación manipulada o forzada al crimen organizado. Allí pagan, cometiendo delitos, su fugaz sensación de poder y dinero. Utilizados, expuestos, retenidos por diversos medios, estos niños y adolescentes se convierten en instrumento asesino. Son victimarios sin dejar de ser víctimas (MILENIO, 26 de abril, 2019). Su vida, apresurada y violenta, suele ir hacia la prisión precoz y la muerte temprana.
Detrás de los escenarios extremos de reclutamiento criminal, desaparición y homicidio, está la realidad cotidiana que padecen miles de niñas y niños: 63 por ciento de ellos reporta algún tipo de violencia, como castigos corporales, agresiones intrafamiliares y acoso escolar y en comunidad.
Y también están todas las violencias que constatamos en los reportes diarios de medios y redes: el pariente, el vecino, el desconocido que rapta una niña para agredirla sexualmente y matarla, la pareja que roba a un bebé y la pareja que paga por él, la jovencita que desaparece y aparece brutalmente golpeada y sin vida.
Es claro que el deterioro de la armonía social y de la seguridad pública ocurrido en los últimos 12 años ha traído consigo el desprecio por la vida, incluso, de los menores de edad.
Los supuestos o reales códigos de la delincuencia, que excluían a las familias de los hechos de sangre, han quedado en el olvido. Si en los ajustes de cuentas empezó por incluirse a familiares adultos, ahora hay evidencia de que los sicarios, probablemente con órdenes expresas, disparan con plena intención contra bebés, niños y niñas. Estas víctimas no son ya “daños colaterales”, sino blanco de venganza o mensaje de escarmiento, un enfermizo disfrute de la violencia o una descarnada exhibición de crueldad.
Por todo ello, el Día del Niño, infortunada pero necesariamente, es ocasión para una enfática alerta: en el México de hoy, ser niño es un riesgo, lo que resulta inaudito e inaceptable.
Es urgente detener la inercia destructiva que avanza en contra de niñas, niños y adolescentes. De no hacerlo, seguirá imparable, asesinando a inocentes, destrozando familias, dejando secuelas de resentimiento y de revancha en un círculo de dolor, luto y más violencia.
Nada podrá excusarnos si esta tragedia se prolonga.
Tenemos que actuar, más allá de la vergüenza por nuestros errores y omisiones. Tenemos que comprometernos de verdad, establecer y hacer valer claras políticas públicas de protección y de cero tolerancia, y abrir para nuestra niñez y juventud, en lugar de la indeseable sensación de miedo, horizontes de certidumbre y esperanza.
(*) Secretario General de Servicios Administrativos del Senado y especialista en derechos humanos
@mfarahg