La violencia daña por sí misma y de inmediato, pero acaso su mayor amenaza sea su capacidad de desplegarse, multiplicarse y contagiarse.
A fuerza de más de 12 años de persistencia y mutaciones, la violencia que padecemos en México ya no es la misma de aquel entonces. No solo ha crecido: ahora es más diversa, más extrema, mas ostensible como demostración de fuerza y de desafío a la autoridad y, para nuestra vergüenza, más normal.
Nos agobia la violencia delincuencial, una de cuyas vertientes es la guerra de los grupos organizados entre sí, las disputas por territorios, rutas y mercados, los ajustes de cuentas para vengar, reprimir, ahuyentar a los rivales, a los desertores y delatores. Esta carga de violencia, generadora de una atmósfera de inseguridad y miedo, se extiende a los enfrentamientos de estos delincuentes con las fuerzas del orden y casi siempre trae consigo la muerte de inocentes. Daños colaterales con nombre, rostro y familia.
Los mismos grupos y otros ejercen también otra violencia, la que sí tiene el propósito de agraviar y lastimar a la población. Se trata del secuestro y del derecho de piso, que arrastran homicidios amedrentadores, de ira o de venganza. Esta violencia también reclama para sí muertes de terceros, víctimas circunstanciales del delito.
En el escalafón siguiente está la violencia que practica la delincuencia común, ahora con más saña y frecuencia. Criminales que por sí mismos, o cobijados por pequeñas bandas o grandes cárteles se dedican a asolar colonias, barrios, comunidades rurales y transporte colectivo. Esta es la delincuencia que en otro tiempo asaltaba y huía, y que ahora asalta, golpea, viola mujeres y asesina. Y se aleja caminando.
Existe la violencia abusiva de la autoridad contra la ciudadanía, pero también hay una violencia que cada día nos asombra más por el terrible sentimiento de indefensión y vulnerabilidad que nos provoca: la violencia por parte de ciudadanos contra las autoridades. Policías y militares golpeados, amedrentados, rodeados, sometidos. Sin respeto a la autoridad, nunca encontraremos la paz. Por eso, nunca más deberíamos ver a agentes del orden y menos a miembros de nuestras fuerzas armadas humillados y maltratados por delincuentes erigidos en indignados pobladores. La institución militar ha construido su prestigio a lo largo de décadas y nadie tiene derecho a atentar contra el respeto que merece y la dignidad que todos queremos que conserve.
Todas estas violencias son graves y hieren a personas, familias y a la sociedad entera. En estos escenarios los delincuentes se asumen como tales y se crecen ante la experiencia de impunidad absoluta o de laxitud de la justicia.
Hay otra violencia tan grave como las anteriores, pero que resulta en cierto sentido más dolorosa, porque la ejercen personas comunes que, contagiadas por el entorno, impulsados por sus miedos o impelidos por quién sabe qué circunstancias se convierten súbitamente en agresores y, alentados por la impunidad que respiramos, actúan en forma bárbara, fuera de razón, con un alto grado de violencia.
Todos sabemos de estos casos: alguien siente que otro le acaba de arrebatar el lugar de estacionamiento y le clava un desarmador en el rostro; dos personas tienen un incidente de tránsito y una de ellas destruye al auto de la otra, con una varilla, un martillo, un bate, lo que sea; o agraviado por un cerrón involuntario, un conductor persigue a otro y le dispara. En mayor escala, en los linchamientos impera la misma lógica: la justicia por mí mismo, aquí y ahora.
La certeza de que los órganos de “justicia” no tienen capacidad para procesar tanta locura flota en el ambiente, entre delincuentes profesionales, iracundos fugaces y víctimas potenciales. Todos compartimos la sensación de inseguridad del que camina en medio de la selva.
Mientras tanto, la violencia circula por las redes sociales en forma de insultos, descalificaciones, barbarie verbal virulenta, ofensiva, humillante. Desconocidos se agravian y amenazan con dureza, prejuiciados, ideologizados, sin alma y sin sustancia. Se trata de virtuales y violentos juegos que luego saltan a la calle y van en busca de sangre verdadera. que pasan de la violencia virtual a la violencia real.
La pacificación no se va a lograr por inercia, ignorando lo que pasa ni esperando que los delincuentes depongan las armas, sino reinstalando el Estado de derecho, ofreciendo garantías de seguridad y de justicia, y recuperando paso a paso valores esenciales de la convivencia social y del respeto a la ley.
*Secretario general de Servicios Administrativos del Senado y especialista en derechos humanos