El pasado martes pudimos seguir el tercer debate entre los candidatos a la Presidencia del país en las elecciones que se llevarán a cabo en 15 días.
Por alguna extraña razón, el INE decidió incluir, en esta ocasión, el tema de ciencia y tecnología en el segundo bloque del debate, junto con el de educación.
Digo extraña porque es raro que, en unas elecciones, se mencione siquiera a la ciencia y tecnología. En ese sentido, fue un acierto que se incluyeran. Pero lo que ocurrió fue, primero, que el tema de la educación dominó el bloque; y segundo, que cuando sí hablaron de ciencia y tecnología, lo que dijeron los tres candidatos fue bastante lamentable (ignoro al cuarto; me parece indigno de tomarse en serio).
Lamentable porque, por la pobreza general de sus propuestas, evidenciaron la estrechez de su cultura científica. Todos confunden ciencia con tecnología, y tecnología (desarrollos propios patentables, que crean industrias nacionales) con la compra de simples aparatos (gadgets) de importación.
Propuestas como el internet gratuito, repartir tablets a los estudiantes, instalar paneles solares (Anaya), usar la “huella digital” (sea lo que sea, Meade) como “identificación universal”, fomentar las energías renovables… todas, útiles aunque vagas, caen en el rubro de “comprar tecnología”, no de desarrollar la propia.
En cambio otras, como la de elevar la inversión en ciencia y tecnología (López Obrador, que ofreció incrementarla al 1% del PIB, igual que lo hiciera Peña Nieto), repatriar a los científicos mexicanos (Meade) o fortalecer al Sistema Nacional de Investigadores para evitar la fuga de cerebros, son propuestas sensatas; ojalá se volvieran realidad.
Pero lo que llamó más la atención —y causó revuelo en la comunidad científica— es la propuesta de López Obrador de nombrar la doctora Elena Álvarez-Buylla como directora del Conacyt. Candidatura polémica, porque aunque se trata indudablemente de una ecóloga de primer nivel y reconocida reputación —recientemente recibió del Premio Nacional de Ciencias—, es también conocida por su activismo extremo en contra de los organismos genéticamente modificados (transgénicos), que lleva a límites difíciles de justificar con base en la evidencia y el consenso científico mundial (insiste, por ejemplo, en que su consumo puede dañar para la salud, pese a toda la evidencia acumulada durante décadas en sentido contrario). Por ello, y por su total falta de experiencia en puestos político-administrativos, es difícil que la comunidad científica deje pasar, en caso de ganar quien la propone, su candidatura para un puesto tan importante.
¡Mira!
Mientras tanto, en el Congreso la cultura científica también brilla por su ausencia: el 7 de mayo la senadora María del Carmen Ojesto, del PT, presentó un punto de acuerdo urgente para apoyar “un experimento sustentado en una tesis matemática irrefutable” (sic). Se trata nada menos que de la delirante y absurda tesis sobre “gravedad repulsiva” que un estudiante de ingeniería de la UNAM propusiera en 2014, con la que prometía “fabricar autos voladores” y “ganar el primer Premio Nobel de Física para Latinoamérica”.
Es vergonzoso que algo así haya podido llegar al Senado. Afortunadamente, la Comisión Permanente la desechó “total y definitivamente” el 22 de mayo. Menos mal.