Hace un par de días tuve una experiencia con el chile. Sean serios, no sé si deba aclararlo pero lo haré: hablo de ese pequeño fruto que acompaña nuestra comida desde tiempos inmemoriales. Fui a un restaurant y pedí un chamorro de cerdo que venía coronado de cebolla morada. Lo que yo no sabía es que la cebolla servía de camuflaje a unas grandes tiras de chile jalapeño crudo y de muy mal genio, rabioso diría yo. En un bocado algunos de estos trozos se introdujeron furtivamente a mi boca y me hizo pasar un rato ardiente pero no del que me hubiera gustado. Me gusta el chile, pero me gusta cuando yo decido comerlo y no cuando se desliza de forma subrepticia a mis adentros. Sigan siendo serios, por favor.
Reconozco que comer con chile tiene algo de adictivo pero a la vez algo demencial. ¿Qué pensó el primer humano que cazaba y recolectaba bayas para subsistir hace miles de años cuando encontró este fruto y se atrevió a darle la primera mordida? Seguro exclamó algo así como: “Mmmm, que exquisito es este irritante sabor, qué experiencia tan agradable sentir que se me cae a pedazos la lengua y qué deliciosa la sensación de asfixia sumada a esta encantador irritación en los ojos; y, por si fuera poco, qué placer tan fascinante no poder controlar los mocos que me salen a borbotones”. Después corrió a su cueva a llevar un puñado de chiles y a pedirle a su mujer que preparara con una salsita muy picosa el tigre dientes de sable que cazó por la mañana.
Algunos chiles se ven muy pequeños e inofensivos pero pueden ser traicioneros, sus presentaciones son atractivas, sus tonalidades llamativas pero sus efectos letales, como esas ranitas del Amazonas, coloridas y tiernas, que tienen toxinas para matar a un ejército. El arma química perfecta.
Los ácidos responsables del intenso picor del chile se encuentran principalmente en las semillas. Sabedor de esto, un amigo extranjero que se encontraba de visita en México quiso demostrar su valentía y tomó con sus manos el pequeño fruto en cuestión, le sacó con sus dedos las semillas y se lo comió a mordidas. No contaba con que también en las venas del chile hay ese juguito mortal y de repente los efectos empezaron a manifestarse. Comenzó a sacar la lengua como perro excitado y, para aliviar la sensación, bebió de jalón un vaso de agua que lo único que hizo fue distribuir los ácidos en el resto de la boca y en la garganta. Ahora el fuego se había propagado a tope. En ese momento, con tal agresión, las amígdalas se volvieron sus peores enemígdalas. Después vino la comezón en los ojos y el moqueo incesante. Como acto reflejo, mi amigo se llevó las manos a ojos y nariz y fue entonces cuando maldijo la hora en que vino a México. Ni con los venenos de la ranita del Amazonas hubiera sufrido tal suplicio. No quiero imaginar el final de la historia, cuando el chile escapó de mi amigo por vías naturales. Posiblemente ese fue el punto más alto del calvario, justo donde él deseó no haber nacido.
Nos han enseñado toda la vida que las manos hay que lavarlas antes de comer y después de ir al baño. Pero cuando de comer chile con las manos se trata, la ecuación es exactamente al revés. Comes, te lavas y después vas al baño. Cuidado con tomar el chile con las manos y no lavarse. Esto que acabo de decir aplica en sentido literal y también como albur. Aquellos que alguna vez hemos olvidado tomar esa precaución podemos dar fe de que el chile, por más que los amantes del doble sentido lo asocien con nuestras partes pudendas, no es buen amigo de ellas. Llevar lo picante a tus partes picantes, es como traer magma en la entrepierna. Si te pasa esto, intentarás cualquier cosa para calmar el ardor. Primero te lavas con agua pero no es suficiente, luego pasas a aplicarte alguna pomada que tienes a la mano, enseguida intentas con bicarbonato de sodio pero no sientes alivio, corres a la farmacia y compras un frasco de Melox de a litro que te viertes en la zona siniestrada, pero tampoco es suficiente; finalmente, en un acto de extrema desesperación, empiezas a elevar la voz y a pedir clemencia, ¿a quién?, al chile. Le pides perdón por no tenerle el respeto que merece y acabas dialogando con él de una forma vehemente y sincera. Es lo que en México conocemos como hablar al chile.
Sean serios, dije.
@jmportillo