Usted tiene un conocido, o conocida, así. Al menos ha viajado con una persona de este tipo en el transporte público. No sé si sea yo metiche, pero a veces no puedo evitar escuchar las conversaciones que se despepitan frente a mí en la atiborrada Combi. He sido testigo silencioso de charlas que perfectamente entrarían en eso que hace unos años llamábamos larga distancia, cuando el mundo era infinito; y los lugares, remotos. Digo esto porque cierta vez fui capaz de presenciar uno de esos milagros que acontecen cuando dos personas tienen cosas qué decirse, sin importar que las condiciones sean o no propicias. Al mismo Roman Jackobson le hubiera estallado el cerebro si hubiese podido ver lo que a mí me ha tocado presenciar en mis infinitos viajes a bordo de esos folclóricos armatostes. En una ocasión, pude atestiguar cómo una señora le contaba a gritos a una su amiga, todos los pormenores de la separación de su hijo consentido, sin escatimar detalle alguno. Los 10 ó 12 pasajeros pudimos escuchar -entre los aromas de la combustión defectuosa del vehículo y con un buen reggaetón de fondo- las vicisitudes de la inmadura pareja (la narradora usó un adjetivo más eficaz y contundente que no puedo poner aquí). Ese improvisado auditorio se indignó por las infidelidades y traiciones de los cónyuges. Asimismo pudimos conmovernos hasta el llanto, al enterarnos de que el hijo de la malograda pareja, es decir, el nieto de la cronista de ocasión, había logrado colarse en la escolta de la preprimaria, o kínder a pesar de la tragedia que se armaba en torno suyo.
A ese buen oído que tengo para las pláticas que no me incumben le debo haberme topado con este espécimen del que me referiré a continuación. Para ser honesto, ya había intuido su existencia, pero el transporte público me ayudó tan sólo a verlo en todo su esplendor. Estoy seguro que usted, apreciable lector, conoce algunos de estos personajes. Este todólogo insufrible, al que llamaré por ahora, el sabio banquetero, tiene siempre una opinión sobre cualquier asunto, pero no una opinión ordinaria, la suya es la última palabra sobre cualquier asunto que se esté discutiendo. El tono en el que habla es el de una autoridad en la materia, sin importar cuál sea esta. Porque nuestro héroe sabe lo mismo de epidemiología, de futbol, geopolítica, herbolaria, brujería y hasta un poco de astrología y en toda su larga o corta vida no ha podido leer un puto libro. Pero quizá no lo necesita porque es alguien que se debe al portentoso invento de las redes sociales. Para él, si la noticia espeluznante o escandalosa apareció en su muro de su Feis, entonces es palabra de Dios?
Juan Casas Ávila
Twitter: @contraperiplos