Bravucón, descarado y fajador, salió ileso en todos los escenarios públicos donde cualquier político se habría estrellado. La figura de Cuauhtémoc Blanco, eterno candidato por el TRI, gozó del fuero que el futbol ofrece a los ídolos.
El fuero político, una perversión del sistema mexicano, se distingue del fuero futbolero, una bendición que se ofrece a quien reparte alegría.
Este es el capital social de Cuauhtémoc: el último de los intocables en el futbol mexicano. Ni siquiera la majestuosa trayectoria de Hugo Sánchez, el verdadero futbolista que traicionó su linaje con un acento castizo -imperdonable en la Colonia Portales-, es capaz de superar la devoción, casi maternal, que la afición siente por Cuauhtémoc.
Porque el aficionado envuelto en un estadio tiene la forma de un pueblo, se viste como un pueblo y se oye como un pueblo. Su carrera, aplaudida en foros populares, está muy lejos de los méritos de jugadores como Márquez, Chicharito, Guardado e incluso Carlos Vela, que alcanzaron reconocimiento en foros internacionales. Jugadores como ellos hicieron maletas poniendo rumbo a ligas industriales y equipos obreros donde se juega miércoles y domingo, miércoles y domingo sin tiempo para fallar.
El anecdótico paso de Cuauhtémoc Blanco por Valladolid, dio cuenta de su cómodo nacionalismo: tenía todo el talento pero no la madera que se necesita para jugar fuera, ni el carácter, que no es lo mismo que el genio, para mantenerse ahí: imposible con la agenda de un futbolista acostumbrado al apapacho del Azteca entre el América y la Selección Nacional.
Para algunos, los mejores futbolistas son los que viven de grandes partidos con la Selección y para otros, los que asumen la responsabilidad de llevar el nombre de México lejos de él.
Tiene razón Guardado, Cuauhtémoc, emperador del vecindario, no entra en la lista de los mejores cinco jugadores en la historia del futbol mexicano.