Un aficionado al futbol que no ha nacido todavía, navegará por internet si es que sigue siendo navegable, y revisará dentro de muchos años el palmarés como entrenador de un hombre que se llamaba Javier Aguirre.
El joven del futuro se preguntará: ¿qué ganó este hombre? Y si el Mallorca no levanta mañana la Copa del Rey, la respuesta será tan breve como hoy: un título de Liga con Pachuca, una Copa de la Liga y una Copa Presidente con el Al-Wahda de los Emiratos Árabes Unidos, una Copa Oro con la Selección Nacional Mexicana y una Liga de Campeones de la Concacaf con el Monterrey.
El aficionado del futuro se preguntará también ¿por qué los aficionados del pasado pensaban que este hombre era el mejor entrenador en la historia de México con tan pocos títulos ganados? Y tendrá razón en preguntarlo porque la estadística de Aguirre no apantalla a nadie.
Pero al joven de las preguntas precisas que exige respuestas cortas, habrá que darle una larga explicación sobre muchas cosas. Existen muchos estilos de juego, pero solo hay dos clases de entrenadores: aquellos que miran al jugador como una pieza del sistema, y aquellos que miran al futbolista como parte de sus vidas. Aguirre pertenece al segundo grupo, es de los que recuerda los nombres de cada uno de los hombres que entrenó. Curtido en Copas, Ligas, Mundiales o eliminatorias; dispuesto a dirigir equipos chicos, medianos o grandes; latinoamericanos, europeos o asiáticos.
A lo largo de este insólito camino profesional, atesora un valor muy complicado de encontrar en el mundo del futbol: a estas alturas del partido el Vasco conoce más al jugador que al juego. Puede ser un padre, un amigo, un maestro, un compañero o un patrón, pero por encima de todo es un entrenador que dentro y fuera de la cancha tiene la virtud de educar: al Vasco nadie lo contrata por lo que ha ganado, sino por lo que ha enseñado, querido aficionado del futuro.