El boxeo mexicano tiene dos cualidades que ni el tiempo, los especialistas y los aficionados pueden negarle: levantar ídolos y derribarlos. A lo largo de nuestra historia y por encima del futbol, el verdadero orgullo deportivo del mexicano está en el arrastre y la calidad de sus boxeadores: somos un país que en el buen sentido, sabe pelear.
En los últimos años México confundió la popularidad con la calidad y la capacidad con la publicidad. La reciente victoria de Isaac Pérez, campeón mundial Superligero de la Asociación Mundial de Boxeo, devolvió la esperanza a los viejos espectadores que seguimos esperando al nuevo ídolo y al mismo tiempo, despertó viejas críticas que siguen extrañando a un Campeón del Mundo como Julio César Chávez.
Pertenezco a una lejana generación de aficionados que siendo niños mirábamos boxeo. Mi primer combate fue la noche que Sugar Ray Leonard perdió con Roberto Durán. Por alguna razón, me hice fan del vencido y no del vencedor, que había dado una de las mayores campanadas en la historia: Leonard entendía el boxeo como un deporte y Durán lo interpretaba como una batalla a vida o muerte.
Seguí a Leonard en sus victorias contra Tommy Hearns, La Cobra de Detroit, y contra el Maravilla Marvin Hagler.
Volví a verle al final de su carrera peleando por dinero contra un bulto llamado Donny Golden Boy Lalonde. El retiro de Leonard me enseñó a respetar a los boxeadores en función de sus rivales. Mientras mejor el retador, más grande el campeón.
Con ese criterio disfruté la prestigiosa carrera de Chávez contra José Luis Ramírez, Meldrick Taylor, Roger Mayweather, Edwin El Chapo Rosario, Pernell Whitaker y Héctor El Macho Camacho.
No puedo ver el nuevo boxeo mexicano de la misma manera que lo ven los demás: un espectáculo, un show, antes que un respetable deporte. Nuestro legendario boxeo ya no es lo que muchos conocimos: que suelten al Pitbull.