De músicos, poetas, locos y entrenadores los mexicanos tenemos un poco: yo haría, yo pondría y yo llamaría a tal o cual, son pensamientos que cruzan por la cabeza de millones de aficionados en cada convocatoria, torneo o partido de selección nacional. Pero la realidad es que el único que encanece, envejece y enloquece es el hombre que está sentado ahí: parece el mismo tipo desde hace muchos años.
Es verdad que la banca de México no es un sitio cómodo, pero tampoco es en ella donde se construye o destruye el futuro del fútbol mexicano. Nuestro entrenador, cualquiera que sea, no tiene la responsabilidad de cuidar un estilo histórico o una tendencia mundial que esté revolucionando el juego, su gran dificultad es administrar la escasez de talento: México tiene grandes futbolistas, pero no tiene muchos.
El futbol mexicano, acostumbrado a saltarse vidas, cree que el Mundial es lo único por lo que vale la pena vivir, pero lo divertido de este juego no está en un lejano verano cada cuatro años al que siempre llegamos más viejos y arrugados, sino entre Mundial y Mundial donde hay una serie de torneos que por diferentes causas los mexicanos no sabemos disfrutar. Libertadores, Copa América, Juegos Olímpicos, por ejemplo, son casos a los que no se ha dado la importancia que merecen.
Enfocados como estamos en mirar, imitar y admirar el fútbol europeo basado en un poderoso sistema continental de torneos de clubes y en un sólido campeonato continental de selecciones nacionales, nos daremos cuenta que el Mundial es un evento que tiene una enorme importancia para los europeos, pero no es el crédito que paga un fútbol en el que equipos, selecciones, medios y aficionados han encontrado el equilibrio entre el futbol privado, el de las Ligas, y el público, de las Federaciones. Administrar la pasión de un país por el juego no es sencillo, el problema es hipotecar tanta pasión por un solo torneo.