Una generación de aficionados hemos disfrutado la carrera de Javier Aguirre en diferentes épocas, versiones y funciones: lo vimos uniformado con los colores de América y también del Guadalajara, lo disfrutamos como seleccionado nacional en una Copa del Mundo en nuestro país, lo acompañamos en su breve paso como futbolista en Europa con Osasuna, tenemos buenos recuerdos de él como atlantista, fuimos testigos de su carácter y sabiduría en la cancha y entendimos por qué hacia el final de su etapa como jugador, Menotti lo eligió como el líder y capitán de su Selección.
Estuvimos ahí cuando al retirarse, formó parte del cuerpo técnico de Mejía Barón con México junto a Ricardo Ferretti y Guillermo Vázquez dando sus primeros pasos como entrenador, fuimos al estadio cuando debutó como técnico del Atlante, nos emocionamos cuando ganó su primer título dirigiendo a los Tuzos, convirtiéndose con Pachuca en uno de los entrenadores de mayor proyección en nuestro futbol.
Sufrimos con él en su primer Mundial dirigido, Corea-Japón 2002, y sufrimos más en el segundo, Sudáfrica 2010. Le seguimos por Pamplona con Osasuna, en Madrid con el Atlético, en Zaragoza, en Barcelona con el Espanyol, en Japón, en Abu Dabi con el Al Wahda y en El Cairo con la selección egipcia.
Lo vimos caer, levantarse, soportar acusaciones, volver a España con Leganés, regresar a México después de muchos años para dirigir al Monterrey y arrancar de nuevo el camino en España salvando al Mallorca y metiéndolo a la Final de la Copa del Rey, la segunda para él.
Con Aguirre sentado en la banca vivimos Ligas, Copas, Eliminatorias, Mundiales y Champions League; y con Aguirre sentado en un estudio de televisión nos divertimos y aprendimos con grandes análisis y discusiones.
Lo increíble es que en todos estos años, equipos, torneos, victorias, derrotas y aventuras, Javier Aguirre ha sido el mismo cabrón de siempre.
