A mis 18 años, en un anochecer y en una de las hoy desaparecidas Librerías de Cristal de la Alameda Central, descubrí un libro de cuentos de William Saroyan. Era un pequeño volumen de la editorial Plaza y Janés con un título inusitadamente largo y de un tono que Gómez de la Serna calificaría de “cursi bueno”: Como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en el mundo. Lo compré y empecé a leerlo paseando a la luz de las vitrinas de la librería. Al caer la noche y apagarse las vitrinas, que fue como si se apagaran las páginas del libro, me fui al Kiko’s de Juárez y Bucareli, donde, mientras consumía un sándwich, un refresco y luego un lento café exprés, terminé la lectura del librito en un estado de cabal felicidad: había descubierto un entrañable narrador. Años después descubriría que también lo habían descubierto, y en la misma edición, los narradores Edmundo Valadés, Carlos Valdés, Juan Manuel Torres, los poetas Hugo Padilla y José Carlos Becerra, y unos cuantos lectores con quienes se había ido formando un pequeño e innombrado club de fans del autor armenioamericano.
Lo que nos admiraba, imitábamos y casi plagiábamos de los relatos de Saroyan era la capacidad de tomar un pequeño y aparentemente trivial momento de vida cotidiana para, llevándolo en relato directo con circunstanciales toques líricos, convertirlo en un cuento abierto que respiraba una leve intensidad de vida (disculpen el oxímoron). Saroyan, en sus libros de relatos (El temerario joven del trapecio, Respirando en el mundo, Otro verano, Nena querida, ¿Qué le parece América paisano?, etcétera), suele presentar a hombres y mujeres de los cuales uno diría que ha escuchado susurrar sus monólogos interiores en una insomne cafetería en algún cruce de calles de Nueva York o de San Francisco o de Chicago o Los Ángeles (evoco ahora uno de los cuadros de Edward Hopper, el titulado Nigth Hawks: halcones de la noche). Son narraciones que, cuando no tratan de una niñez y una adolescencia casi paradisíacas en los viñedos del sur de California, y entre familias armenias o mexicanas, con mayor frecuencia cuentan de personajes de las grandes ciudades: el joven escritor hambriento que acaricia su última moneda en el bolsillo y pasea la ciudad silbando y como flotando entre la muchedumbre, o el vago de barbas jesucristianas que perora sermones nietzscheanos o marxistas mientras vende postales pornográficas a la entrada del subway, o el muchacho desempleado que gasta su último par de dólares en comprar viejos y rayados discos de jazz para oírlos en el cuartucho de hotel barato, o la mujer madura que se embriaga en un bar esperando al amante mozalbete y tarambana que ya no acudirá a la cita porque se le atravesó en el camino una linda muchacha que es “como un cuchillo, como una flor, como absolutamente nada en el mundo”, o el niño que en la escuela ha inadvertidamente reído durante la clase de la triste maestra suplente y, cuando ella, al final de la clase, le pone de castigo reír durante una hora, él lo encuentra difícil pues solo desea llorar solidariamente con ella...
La fuerza de Saroyan está en la fluidez narrativa, en la sincera y a veces cándida emoción, en un realismo de tono menor y con una frecuente vibración humorística o poética. Su debilidad es el wishful thinking humanitario, una retórica de bondad no pocas veces empalagosa o cursi. Esos cuentos, que parecen venir de un mestizaje entre un Chéjov y un O´Henry puestos al día, podrían llevar el membrete de realismo lírico. Su cuento suele ascender al canto.