Cultura

Quevedo, reportero del Día de los Muertos

  • Los inmortales del momento
  • Quevedo, reportero del Día de los Muertos
  • José de la Colina

Del espadachín cojo y putañero señor de la Torre de Abad, es decir de don Francisco de Quevedo (1580-1645), Jorge Luis Borges dijo que fue toda una literatura, pero que su genio era meramente verbal. Quizá, pero si Quevedo no logró y quizá ni siquiera intentó crear personajes con la densidad y la ambigüedad de la vida real, en cambio ponía en pie y hacía bailar las palabras con las que engendró su vivaz personajerío esperpéntico, como hace en este "reportaje" acerca de un día de muertos esforzados en una cotidiana y a la vez fantasmagórica imitación de la vida:

El sueño de las calaveras

"Parecióme, pues, que veía un mancebo que, discurriendo por el aire, daba voz de su aliento a una trompeta, afeando con su fuerza, en parte, su hermosura. Halló el son obediencia en los mármoles y oídos en los muertos, y así al punto comenzó a moverse toda la tierra y a dar licencia a los huesos que anduviesen unos en busca de otros. Y pasando el tiempo, aunque fue breve, vi a los que habían sido soldados y capitanes levantarse de los sepulcros con ira, juzgándola por señal de guerra; a los avarientos, con ansias y congojas, recelando algún rebato, y los dados a vanidad y gula, con ser áspero el son, lo tuvieron por cosa de sarao o caza. Esto conocía yo en los semblantes de cada uno, y no vi que llegase el ruido de la trompeta a oreja que se persuadiese a lo que era. Después noté la manera que algunas almas huían, unas con asco y otras con miedo, de sus antiguos cuerpos: a cuál faltaba un brazo, a cuál un ojo. Y diome risa ver la diversidad de figuras, y admiróme la Providencia en que, estando barajados unos con otros, nadie se ponía las piernas ni los miembros de los vecinos. Sólo en un cementerio me pareció ver que andaban destrocando cabezas y vi a un escribano que no le venía bien el alma y quiso decir que no era suya, por descartarse de ella.

"Después, ya que a noticia de todos llegó que era día del Juicio, fue de ver cómo los lujuriosos no querían que los hallasen sus ojos, por no llevar al tribunal testigos contra sí; ni los maldicientes, las lenguas; y los ladrones y matadores gastaban los pies en huir de sus mismas manos.

"Y volviéndome a un lado, vi a un avariento que estaba preguntando a uno que, por haber sido embalsamado y estar lejos de sus tripas, no hablaba porque no habían llegado, si habían de resucitar aquel día todos los enterrados, si resucitarían unos bolsones suyos.

"Riérame si no me lastimara a otra parte el afán con que una gran chusma de escribanos andaban huyendo de sus orejas, deseando no las llevar por no oir lo que esperaban; mas solos fueron sin ellas los que acá las habían perdido por ladrones; que por descuido no fueron los más.

"Pero lo que más me espantó fue ver los cuerpos de dos o tres más mercaderes, que se habían vestido las almas al revés y tenían todos los cinco sentidos en las uñas de la mano derecha".

La comedia viva de las calaveras

"El sueño de las calaveras" forma parte del libro Sueños y Discursos de Verdades Descubridoras de Abusos, Vicios y Engaños en todos los Oficios y Estados del Mundo./Por Don Francisco de Quevedo Villegas, Cavallero del Orden de Santiago, y Señor de Juan Abad. En ese libro de 1627, y en los días en que empieza el segundo Siglo de Oro de las letras españolas y a la vez ya ha comenzado la decadencia nacional de España, el turbulento y peleón escritor, que ejerce la intensidad de mirada y de escritura para erigirse en testigo de cargo de la sociedad de su tiempo, nos da una de sus obras maestras, un capítulo de su adelantado testimonio del Juicio Final, una caricaturesca crónica de la ya enferma sociedad española de comienzos del XVII. En ese libro macabro y carcajeante pone a danzar la multitudinaria runfla de muertos vivaces: alguaciles, médicos, boticarios, sastres, avaros, putas, putañeros, ladrones, falsarios y, en fin, pícaros y malhechores de toda laya, los cuales, animados de una vida simulada en el postmortem, gesticulan, vociferan, lloriquean e imitan, de diversas maneras y siempre grotescamente, la verdadera vida, persistiendo en aferrarse a sus vanidades, sus vicios, sus hipocresías, sus rapacidades y ruindades. Y el espadachín del acero y la palabra elevó su asco de todo aquello a su escritura genial y feroz.

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