En una tarde del primer año ochenta, en la que coincidí con Tito Monterroso en una librería de lance, vimos entre las estanterías un bello gato que tenía una mirada triste, y Tito, impresionado, me dijo que ese gato parecía “tener una historia” que debería escribir alguien para la antología de cuentos tristes que con Bárbara Jacobs preparaba por petición de una famosa editorial. Ya habían colectado piezas maestras, algunas de ellas con animales: el loro (el de Flaubert), la vaca (la de Clarín), el mono (el escalofriante “Izur” de Lugones), los perros (uno de Thomas Mann, otro de Bellow), etcétera, pero ninguna protagonizada por gato o un caballo, los cuales no debían faltar. Le dije que había leído en una revista un relato acerca de unos caballos bailarines chinos y le prometí buscarlo y enviárselo, pero en ese tiempo lo busqué y no lo hallé.
En 1983 los Monterroso publicaron en la editorial Hermes su preciosa Antología del cuento triste y allí hay un texto con personaje hípico: “La gran rubia”, de Dorothy Parker, que es bueno, pero no superior al relato chino que había yo prometido y que seguía perdedizo.
Todavía muchos años después, en un día en que intentaba corregir el caos de mis estantes libreros, hallé una colección de la Revista Mexicana de Literatura de la primera época, la que dirigieron Emmanuel Carballo y Carlos Fuentes, en cuyo número 5, de julio-agosto de 1956, había un texto acerca de los caballos bailarines chinos. No es precisamente un cuento, sino un relato histórico, o digamos que es también un cuento de no-ficción, escrito hacia el año 850 por el cronista Cheng Chu-hui y recogido por Arthur Walley en alguna de sus antologías de literatura china.
Y ahora, un poco sintácticamente modificada por mí y enviada al fantasma de Tito Monterroso (que espero me disculpe la tardanza), y también ofrecida a mis lectores, aquí va una de las historias más bellas, aunque atroz y triste, que hayan producido la realidad y una prosa impasible. Es una pequeña pero trágica página lateral de la historia mayor de China.
LOS CABALLOS BAILARINES
El emperador Hsuan Tsung tenía 100 caballos seleccionados entre los que, llegados como tributos de otras regiones del país y del extranjero, algunos eran tratados muy especialmente: se les enseñaba a bailar. Tenían nombres de distinción y afecto: el Mimado Imperial, el Favorito de Palacio, etcétera, portaban mantos de hermoso bordado y riendas trenzadas con oro y plata, y bailaban al compás de los Veinte Ritmos de la Tonada de la Copa Inclinada.
Para exhibirlos construyó el Emperador una plataforma de madera con tres tablados. Por una rampa los caballerangos conducían a los caballos al tablado superior, donde danzaban con gracioso estilo. Los músicos, bellos muchachos lujosamente vestidos, se dividían en cuatro grupos, colocados a derecha e izquierda, al frente y detrás del escenario. Y en cada cumpleaños del emperador los caballos daban una función especial bailando al pie de la Torre del Difícil Gobierno.
Entonces (año 755 d. C.) llegó la revolución de An Lu-shan. El emperador se refugió en Szechwan y los caballos bailarines, a los que An Lu-shan había admirado antes en la corte, fueron llevados al cuartel de Fan Yang. Luego, tras el derrocamiento de An Lu-shan, pasaron a manos del general T’tien Ch’eng-su, hombre rudo que, desconociendo el origen y el arte de los finos animales, los guardó en los establos militares y los destinó a usos rutinarios.
Un día hubo un banquete en las barracas del ejército cercanas a los establos. Por azar los músicos tocaron piezas que los caballos de An Lu-shan conocían y se pusieron a bailarlas. Los mozos del establo creyeron que los caballos estaban embrujados y los fustigaron para que dejasen de bailar, pero ellos, sintiendo que los castigaban por llevar mal el ritmo, se esforzaron en reforzar y afinar su danza. El caballerango mayor corrió a decir al general T’ien que los caballos se portaban de modo muy extraño. “¡Denles una paliza con todas sus fuerzas!”, ordenó el general. De manera que cuanto más y mejor bailaban los caballos, más duramente fueron castigados a garrotazos, hasta que fueron cayendo muertos.
Algunos soldados sabían que eran los finos caballos bailarines de Hsuan Tsung, pero, puesto que su tercer propietario, el general T’ien, era hombre prontamente iracundo, nadie osó protestar o quejarse de la matanza.