Gran parte del siglo XV fue para Francia tiempo de armas, de chamusquina y frío: la guerra de Cien Años, la ocupación inglesa, la quema de Juana de Arco, hambrunas e inviernos con lobos a las puertas de París. En ese tiempo vivió su airado y aireado destino uno de los primeros poetas mayores de la lengua francesa, quien diría en su lírico legado: “Soy François y el nombre me duele,/ nacido en Pontoise, cerca de París,/ y pendiendo de la soga/ sentirá mi cuello/ el peso de mi culo” (en mi versión apenas literal). Era contemporáneo del caballero y guerrero español Jorge Manrique, y ambos, cada uno a su manera y en su lengua, cantaron el devenir de las glorias del mundo y del Tiempo que colecta en el polvo y en el olvido tanto a las más altas como a las más bajas criaturas, pues, como cantó Manrique, “a Papas y emperadores/ y prelados,/ así los trata la muerte/ como a los pobres pastores/ de ganados”.
Año 1455: en el barrio estudiantil de París vivía un pobre estudiante de la Facultad de Letras de La Sorbonne llamado François Villon, originariamente apellidado Montcorbier o Des Loges. Había nacido en 1431, el año en que el fuego devoró y santificó a “Juana, la buena lorenesa/ que ingleses quemaron en Rouan” (en mi apenas versión literal). Titulado Maestro en Artes (hoy se diría Licenciado en Letras), el muchacho, de rostro “flaco y pelado como nabo” según se autorretrató, cronicaba en versos a sus compañeros rufianes, a la buena parla de las parisinas, a las putas y a la gorda Margot. Frecuentador de la Universidad y de las tabernas y burdeles, inició una bronca con un fraile pícaro que le disputaba los favores de una putita.
Fue un caso de arrebato, de mala suerte y de picardía belicosa. François, viendo que perdía la pelea, recurrió a la daga, hirió de muerte al tonsurado rival en amores y trató de huir escondiéndose entre la densa callejería del París medieval. Fue apresado, pero tuvo suerte, pues el canónigo Guillaume de Villon —su padrino y tutor, de quien tomó el apellido con el que lo colectaría la fama— le consiguió una “carta de remisión” que le concedía libertad provisional a cambio de prometer no delinquir más. Y juró François enmendarse; pero en 1456, el año de uno de sus grandes poemas: el Lais (“El legado”), se vería implicado junto a sus amigos y cómplices, los coquillards, en un famoso robo de la platería del religioso Colegio de Navarre. Y nuevamente con la Ley a los talones, tomó la clé des champs (la “llave de los campos”), es decir que “puso pies en polvorosa” en busca de horizontes no amenazantes.
Cambiando baladas por alimentos, vino y jergón, Villon vagó por Angers, Bourges y Blois, y aquí lo hospedó el gran señor Charles d’Orleans, el patrocinador de concursos de versificadores a quienes aposentaba en su château a cambio del honor de hombrearse con ellos en concursos de rimas. Allí François brilló por su ingenio, su pericia en el metro y la rima y su estilo para glosar los temas que el châtelain proponía: “Muero de sed cerca de la fuente,/ junto al fuego tiemblo de frío,/ y en mi tierra soy extranjero,/ de todos bienvenido y a la vez rechazado” (en mi versión apenas literal).
Brilló tanto que conquistó la envidia y los celos de los demás liróforos, algunos de los cuales susurraron al oído de Thibaut, obispo de Orleáns, el affaire del robo del Colegio de Navarre. El obispo, con piedad algo policíaca, trasladó el susurro a la Justicia y Villon fue encerrado en la prisión de Meung-sur-Loire, donde se entretuvo autobiografiándose en su obra maestra, el Testamento: “En el trigésimo año de mi edad,/ conozco todas la miserias,/ ni del todo loco, ni cuerdo del todo,/ por tantos sufrimientos recibidos/ de la gracia del tal Thibaut,/ quien, aunque es obispo y lo bendice todo,/ no quiero que me bendiga/ ni que mi obispo sea” (en mi versión apenas literal).
La gracia llegó de muy arriba cuando el rey Louis XI visitó Meung e indultó a los delincuentes encarcelados. Pero no sería ésa la última prisión de Villon. Un año después y en París resulta otra vez encarcelado, y, al poco tiempo, otra vez liberado… para ser encarcelado una vez más, ahora en las mazmorras del Châtelet, donde mediante tormento confesó todos sus crímenes, incluido el mayor: el asesinato del fraile.
En noviembre de 1462 se le sentenció a ser “colgado y estrangulado” y escribió entonces la Balada de los ahorcados, un estremecedor aguafuerte verbal: “Apiadaros de nosotros, hermanos./ Vednos aquí atados y colgados,/ roídos y podridos:/ hechos ya esqueletos/ ya en espera/ de pasar al polvo./ Nos empapa la lluvia,/ nos seca y ennegrece el sol,/ los cuervos nos quitan los ojos,/ nos arrancan barba y pestañas y cejas,/ nos dejan más picados que dedales de costura./ Y el viento sin cesar nos azota./ Hermanos, no es cosa de risa;/ rogad a Dios por nosotros,/ y por vosotros también” (en mi versión apenas literal).
El 5 de enero de 1463 le anularon la sentencia mortal y le prohibieron París durante diez años. Y de Villon ya nunca se sabrá ni la fecha de su muerte.
Quizá retornó alguna vez a su central París de las aulas, de las tabernas, de las mozas ligeras y de los alegres muchachos que, danzantes en la francachela y el libertinaje, “perdían el más bello plumaje del sombrero” (en mi versión apenas literal).