En todos los tiempos, o por lo menos en aquellos acreditados como realmente existentes por la historia (si bien ésta a veces resulta desacreditada por la leyenda), los hombres han tenido, para bien o para mal, alguna relación real o fantástica y/o mítica con los gatos. Se sabe que los egipcios amaban tanto a sus domésticos felinos que no solo los momificaban para que en los hipogeos acompañasen a las momias humanas, sino que además perdieron una batalla contra un ejército sitiador romano porque éste avanzó hacia las trincheras egipcias tomando a gatos como escudos. Y aun si en la Edad Media —esa época "gigantesca y delicada", según la adjetivó el poeta Paul Verlaine en un casi oximoron—, se sospechaba, se murmuraba, se creía, se propalaba que el gato era un emisario de Satán y el socio de brujos y brujas, por lo cual se le rendía el quizá más sincero de los homenajes: el del miedo, y, en brutal consecuencia, lo apedreaban, lo empalaban, lo ahogaban y lo ahorcaban, pero al menos no lo tenían por un ser insignificante ni por tonto, y hasta le reconocían poderes de seducción, aunque se creyese que eran diabólicos.
Es decir, se le atribuía al gato una especie de señorío. "Nadie posee un gato —dice el lugar común, o sea la sabiduría de los pueblos—; un gato lo posee a uno".
El gato, al que Ramón Gómez de la Serna emplumó en una greguería ("búho: gato emplumado"), suele ser el animal preferido por los escritores, es decir, los hombres de la "mano a pluma" —según una bonita expresión de Arthur Rimbaud ya anticuada, pues existen aparatos de escribir en modo mecánico o electrónico.
Vayamos a cualquier noche entre el siglo XIII y el XIV y visitemos a Dante Alighieri cuando escribe, pongamos por caso, su nada comedida Divina Comedia ante un candelero viviente: un gato que (ahora según diría la leyenda) sostiene entre las patas una vela encendida. De pronto, he aquí que entra en la habitación Franco Stabili, apodado Cecco de Ascoli, quien desde hace mucho sostiene con el Dante una controversia sobre la utilidad o la ociosidad de los gatos. El poeta triunfalmente señala al gato a su gato y dice: "Cecco, mira esto, si no eres ceco (ciego)". Pero Cecco viene dispuesto a infligirle al poeta una lección: de una cajita que trae bajo la capa suelta un ratón, que echa a correr por el suelo, e inmediatamente el gato deja caer la vela, salta fuera del escritorio e inicia una desigual persecución. Cecco ríe, creyendo haber triunfado en la polémica y, más pedante que Dante, parlotea una extensa teoría sobre la irracionalidad de los animales y particularmente la del gato. A lo cual el Alighieri replica:
"Sí, Cecco, eres ciego, pero de la mente. No tienes razón. ¿Acaso los mismos humanos,aun los más inteligentes y de modos más refinados, no solemos abandonar los trabajos del espíritu por el afán de procurarnos la pitanza? El gato, y particularmente este gato mío, es inteligente. Sin su ayuda, sin su generosidad de servirme con la luz de la vela, además de la luz de sus ojos, no hubiera yo podido escribir los mil endecasílabos que llevo ya de mi obra magna".
¿Anécdota inventada por un fan del Dante? Quizá, pero como dicen los italianos: se non é vero, é ben trovato, que, aproximadamente traducido, significa "si no es cierto, está bien ideado".
Me traslado ahora, en un salto en el tiempo y en el espacio, al señorío de la lengua española, y citaré a fray Luis de Granada, quien en el siglo XVI, ejerciendo su prosa fluida y rica, metió todo un hermoso bestiario en su voluminoso tratado de título tan espantador: Introducción al Símbolo de la Fe. Allí trata del gato alabándolo por sus astucias venatorias, gastrónomicas e higiénicas en un texto que algo me permito abreviar:
"Crió ella [la divina Providencia] este animal para que defendiese nuestras casas y despensas de los daños y las molestias de los ratones, y todos vemos las industria e instrumentos de uñas y ligereza que para esto tienen. [...] Ven de noche, que tal es el tiempo de su caza. Y porque fuera inconveniente oler mal la casa con la purga de su vientre, él busca para esto los rincones más apartados y, lo que ninguno de cuantos animales hay, hace con las uñas: cava en la tierra, y cubre lo que purgó. Y para ver si está bien cubierto, aplica el sentido del oler, y si halla que todavía huele mal, torna otra vez a escarbar y a cubrirlo mejor. De modo que lo que Dios mandaba a los hijos de Israel que hiciesen, cuando habitaban en el desierto, con una paletilla que traían consigo, hace este animal sin tener esa ley ni ejemplo alguno que tal haga".
(Continuará)