Apollinaire lo dijo en un poema: “Todas las miradas, todas las miradas de todos los ojos”, y en esa frase está el origen de un proyecto que reaparece frecuentemente como un gigantesco edificio de domo de cristal, con vastas galerías de imágenes: mi soñado Museo de la Mirada, en el cual, mediante la pintura, la fotografía, el cine, el video, el disco visual, estuvieran registradas solo miradas humanas, parpadeantes, fijas, risueñas, tristes, hondas, inteligentes, estúpidas, geniales, extrañas, asustadas, locas, serenas o inquietas.... Miradas de artistas, de escritores, de científicos, de héroes y traidores y santos y asesinos y seres anónimos. Sí, todas las miradas de todos los ojos. Y tendría que estar la parpadeante, de inteligencia y de asombro del gran Buster Keaton. Y además debería estar ese muy poco conocido dibujo en tinta china de Picasso, en el cual hay también una mirada: la del ojo de sombra. Y vaya narrado un por qué: en una noche madrileña de hace muchos años volví de la cineteca a mi hotelucho recordando un momento del filme visto esa misma tarde: cuando Keaton, solitario, recorre el trasatlántico desierto, y el barco se ladea y todas las puertas de los camarotes, situadas en hilera a la espalda del personaje, se abren y cierran al mismo tiempo con un ruido que la película silenciosa deja a nuestra imaginación, y entonces Buster se queda inmóvil, pasmado, y parpadea tres veces.
Despertaste súbitamente en la noche por un portazo en alguno de los pasillos del hotel: diríamos un disparo de puerta, que parecía el eco retardado del golpe de todas las puertas del trasatlántico errante de Buster. Encendiste la luz, te quedaste mirando absorto la pared de enfrente, la multiplicada escena que allí había fija, repetida desde el suelo hasta el techo, pero no lo que Keaton hubiera visto, sino la imagen de un fusilamiento: los soldados apuntando los fusiles contra un soldado enemigo, en algún terreno baldío, en quién sabe qué guerra, pero muy posiblemente la de España y 1936-39. La guerra comenzada dos años después de que tú nacieras.
Y en esa imagen todo está suspendido, es un eterno minuto de fijeza en el parpadeo del tiempo: los soldados aún no disparan, el condenado aún vive, es una escena de inminencia, pero sabemos que el condenado ya no estará vivo dentro de un parpadeo más. Y tú estás despierto mirando la escena como si hubieras despertado solo para caer del sueño en la pesadilla.
Luego las idénticas escenas del fusilamiento se desvanecen para convertirse en las simples flores cafés, repetidas, idénticas, del empapelado del cuarto de hotel. Solo han sido una alucinación del duermevela, como las imágenes hipnagógicas, un espectáculo fugaz como los que Leonardo da Vinci, en su Tratado de la pintura, aconseja ver en las manchas de los muros, en las caprichosas formas de las nubes.
Tu memoria se había aliado con tu imaginación en el trance del forzoso despertar, y configuraste las flores del empapelado a imagen y semejanza de esa tinta china de Picasso que habías visto una semana antes en una galería madrileña. Ese dibujo de Picasso, que de joven tenía la mirada de Keaton, el cómico de mirada más seria.
Nunca antes habías visto ese dibujo del gran pintor. Lo viste una sola vez pero se te había grabado, y no has podido olvidar a ese hombre allí dibujado, el que van a fusilar. El hombre que dentro de un parpadeo estará muerto, caído, con los ojos ya sin parpadear. Ese hombre en su final de la guerra, aunque la guerra aún no termine.
Ese hombre ha vuelto la espalda a los fusiles, se ha agachado, se ha soltado el cinturón y bajado los pantalones, y está mostrando el trasero a la muerte.
¿Hacer ese gesto ante la muerte? ¿Hacer ese indecente gesto, nada heroico, nada sublime, tan impúdico, tan grosero de bajarse los pantalones y mostrarle a la muerte eso que Quevedo, en alguno de sus magníficos poemas sucios, hubiera llamado “el ojo de sombra”?
Picasso, en el 18 de junio de 1956, ha dibujado la escena de tanta tensión, no con una mano tensa y violenta, sino con distancia y casi se diría con frialdad, como jugando a hacer un poco de dibujo japonés, como distrayéndose en soltar sobre el blanco del papel unas manchas de tinta china.
Ahora encuentras otra vez el dibujo en el catálogo de la exposición de dibujos, grabados y escultura del gran Picasso, realizada entre diciembre de 1978 y enero de 1979 en la galería Theo, de Madrid. Estaba el dibujo entre otros, y en ese momento pasó como un dibujo picassiano más.
Hasta que despertaste en medio de la noche porque hubo un disparo de puerta en alguna parte, y allí estaban las incontables e idénticas escenas de fusilamiento, allí estaba múltiples veces ese quieto instante de la historia con minúscula, la de un soldado raso, que es la historia de todas las guerras. Allí estaba ese hombre fijado en un parpadeo antes de su fin, y allí estará, siempre, a punto de ser fusilado en un abrir y cerrar de ojos para que la pesadilla de la Historia continúe con su ruido de tambor sordo, el que acaso fue inventado para que no se oiga el ay de los fusilados.
Ese hombre ya nada tiene para enfrentar a los fusiles de la Historia, no tiene ideal ni sueños ni orgullo ni dignidad ni bravura que presentar a la muerte: solo muestra, en una burla heroica, el ojete, el ojo de sombra, el ojo de feo nombre: el culo, es decir, la contraparte de nuestro rostro.
Y queda en mí el eco del portazo, y parpadea en mi mirada Buster Keaton, solitario en la noche, oyendo las innumerables puertas que se abren y se cierran.
Como disparos. Como la inacabable descarga de los fusiles.