Cultura

El efecto Rachmaninoff, o la magia de los Palitos Chinos, o la caída en el azul con la vecinita de arriba

  • Los inmortales del momento
  • El efecto Rachmaninoff, o la magia de los Palitos Chinos, o la caída en el azul con la vecinita de arriba
  • José de la Colina

Caer a la alfombra azul como cayendo en un cielo y en compañía de la rubia, la blanca, la tentatriz, la dulce, la todavía no fallecida pero ya inmortal Marilyn, según ocurre en una secuencia de la cinecomedia de Billy Wilder The Seven Year Itch (La comezón del séptimo año en México y, más obvia pero más poéticamente, La tentación vive arriba en España), no sería ciertamente una desdicha, sino un placer, y tal momento es, paradójicamente, una de las más extraordinarias escenas de frustración erótica del cine del siglo XX, pues Tom Ewell, empleado de una editorial sensacionalista, padre de familia, hombre maduro, feo, moderadamente mediocre y eventualmente soltero en el verano neoyorquino, ha estado, durante más de una hora, en la pantalla “en la que todas las miradas se enlazan”, intentando ligarse a la vecina del piso superior, que es, ¡venturosa casualidad!, Marilyn tel qu’en elle même, según el admirativo, el enamorado technicolor la perpetúa, y Marilyn, pues, le ha originado al arriba mencionado (y a mí, espectador también pasmado de admiración y amor) una tan intensa como comprensible y compartible obsesión erótica cuando ella, desde el balcón superior, y sin duda por adorable aunque torpe descuido, estuvo a punto de matar a Ewell con una maceta, y el susodicho desde entonces ha intentado “conquistarla” ofreciéndole champaña para que ella moje papas fritas entre las burbujas mientras él pone en el tocadiscos el Concierto para piano núm. 2 de Rachmaninoff que, como todo mundo sabe, es a la vez espiritual y erotizante, pero a Marilyn no le hace tilín, o sea que no le causa feeling, y entonces él se pone a tocar en el piano la inmarcesible pieza “Palitos chinos en do”, es decir, en dos dedos, uno por cada mano, y ella lo imita con sus lindos deditos y con un gozo y un brío que solo un crítico con pelos en las orejas diría que son dignos de mejor causa, así que el deseo es tan fuerte, pero solo para el enardecido Ewell, que éste se arroja sorpresivamente hacia la muchacha, tomándola por sorpresa, y los dos caen, no al abismo del amor salvaje, sino a la alfombra de intenso azul celeste que es como un cielo de abajo, en el cual de pronto se encuentran los dos perplejos y sospechablemente felices, porque al fin y al cabo no habrán sentido el suceso como un momento de frustración (aunque en principio eso era) sino como una gozosa aventura, un accidente mágico y hasta poético… y… ¡oh!, quién tuviera caídas como la de ese momento que uno, en 1955, cuando tenía veintiún años, vio en un cine de aquellos grandes y amplios y suntuosos e irrepetibles de entonces, ese momento en que uno se resignaría a ser tan feo como Tom Ewell a cambio de la oportunidad de caer con Marilyn a la celestial alfombra azul que te quiero azul.

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Esta demasiado larga y ondulante parrafada la escribí en un solo y casi delirante impulso, sin puntos y sin división de párrafos, tras reencontrar una foto de la inolvidable, la maravillosa, es decir la marilinesca escena, en el libro Maestros del cine: Billy Wilder, por Noël Simsolo (edición de Cahiers du Cinéma y de 2011). La tal escena ocurrió, sigue ocurriendo, en la película filmada en 1955 por Wilder The Seven Year Itch, retitulada en español “La comezón del septimo año” y estrenada en el otoño de ese mismo y tan lejano año en el cine Chapultepec de nuestra (¿nuestra?) Ciudad de México. Muchos años después le he leído la parrafada al amigo Andrés Marceño (para preguntarle si debía incluirla en mi propio libro Un arte de fantasmas, que habría de publicarse en la colección Lumía de la editorial Textofilia, 2013), y Andrés, tras escucharla de mi voz, fue elogioso hasta el disparate y pretendió que era un poema en prosa (pero seguramente protestaron los fantasmas de Luis Cernuda, Juan José Arreola y Octavio Paz). En realidad no sé a qué género pertenece el texto, pero lo ofrezco a los lectores al cumplirse sesenta años de ocurrida la inolvidable escena en que Marilyn fue más encantadora que siempre al caer (con Tom Ewell, ay, no conmigo) en la alfombra azul.

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