Quizá porque una palabra puede suscitar mil imágenes (lo mismo que una imagen puede suscitar mil palabras), cuando el cronista era niño la palabra tribu hacía acudir a su imaginación de fervoroso cinéfilo un grupo de indios de piel rojiza que vivían en tiendas hechas de palos y de cuero de búfalo, se adornaban de plumaje multicolor y combatían a flechazos contra el Séptimo de Caballería de los United States of America montando a pelo los caballos, echando flechas y gritando "¡Jerónimoooo!" y "¡Iiiihaaahiiihaaahiiihhh!", o algo así. Luego, sospechando que esa imaginería era simple y meramente derivada de la fábrica de ilusiones hollywoodense, acude uno a los libros y halla que son tribus "cada una de las agrupaciones en que los antiguos pueblos hebreos y romanos estaban divididos", y que según la antropología cultural una tribu es "una organización social que comprende un gran número de familias, grupos, bandas o aldeas dentro de un mismo territorio, con un lenguaje propio, una cultura definida y un sentimiento de unidad que la caracteriza ante los extraños"... y además que, según la ciencia biológica, tribu significa "categoría taxonómica inferior a la familia y superior al género, que se utiliza para agrupar géneros muy afines entre sí dentro de una misma familia", o que en lengua figurativa y familiar se le llama tribu a "cualquier familia numerosa, pandilla o grupo"; etc.
Así, algo más enterado, y ya no fiándose tanto del cine de las matinées (¡oh gloriosas mañanas dominicales en las salas mueganeras y palomeras de programa cinematográfico doble y hasta triple, y por menos de un peso!), el cronista recuerda la aparición, hace unos pocos años y en el DF, que todavía no dignaba llamarse Ciudad de México, de un cierto número de tribus urbanas compuestas de individuos más o menos marginales cuando no contrarios a la sociedad: los darketos, los punketos, los emos, los anarketos, etc., y resulta asombroso que, aun si metieron gran ruido en los medios de información y de comentario, parecería que ya los ha aniquiló el silencio, o al menos los ha afantasmado hasta no ser más que un recuerdo individual y riesgosamente, cordial: el del cronista, que ruega a sus lectores, si de algunos pudiese presumir, que, si algo saben del actual destino de dichas tribus, informen, por favor, a quien cada miércoles se encarga en esta marginal columna de teclear acerca de la pequeña historia de esta ciudad intoxicante (en más de un sentido, ay).