Hace 30 años, cuando Trump se cansó de administrar los inmuebles que le regaló su padre, compró los derechos de Miss Universo. Un concurso, no para dar con la mujer más bella del mundo, sino para conseguir mujeres hermosas e ingenuas a los poderosos.
Después, aburrido de rubias y dinero, el hombre del copete anaranjado se decidió por emociones más fuertes: asociarse con la mafia del juego e instalar casinos en los hoteles de Atlantic City. Ahí, los ludópatas de La Gran Manzana acudieron a tirar su dinero.
Ya satisfecho de dinero, sexo y juego, la ambición obsesiva de Trump lo llevó un escalón más arriba: (o más abajo, según se vea): los reality shows. Y ahí el millonario alcanzó el estrellato mediático. Sus programas de concurso lograron enormes audiencias. Son legendarias sus sádicas entrevistas a los aspirantes a millonetas.
Entonces creía estar en lo más alto... Hasta que se comparó con sus viejos amigos Bill y Hillary. Y se dio cuenta de sus graves limitaciones: su dinero y su fama estaban por debajo de los verdaderos amos del mundo: los políticos. El no era nada frente al comandante en jefe: el presidente de Estados Unidos.
Así que decidió buscar un Maquiavelo en renta que le encontrara un nicho político donde cupiera alguien como él. Y fue entonces cuando Steve Bannon se lo señaló: la numerosa, resentida y deteriorada clase media de sajones blancos evangelistas, hartos de la distante corrección política de Barack Obama y sus amigos liberales y, también, de las minorías académicas, sexuales y étnicas que los despreciaban.
Descubrió, guiado por Bannon, el enorme miedo a los diferentes de esa mayoría silenciosa, urgida de un líder que los entendiera y consolara. Así fue como ganó la Presidencia.
Ese es el hombre que nos ha declarado la guerra. Un sujeto enfermo de ambición, soberbio y audaz. Frívolo y abusivo.
Y ya se sabe, para estos ruidosos Supermanes de cartón hay un remedio infalible: buenas dosis de paciencia, combinadas con gotas de sutil astucia, kriptonita invencible. Porque, después de algún tiempo, ellos se vuelven sus peores enemigos.
