Hace cien años, un grupo reducido pero bien disciplinado de revolucionarios profesionales asaltó el poder en la Rusia de los zares y se hizo con él.
Se llamaban a sí mismos Bolcheviques y estaban dirigidos por un líder audaz y carismático: Vladimir Illich Lenin. Se proponían nada menos que poner el mundo al revés y reinventar al virtuoso hombre nuevo. La determinación de todos ellos dio un vuelco a la historia de la humanidad.
Veinticinco años después, esa misma revolución, convertida en Ejército rojo, llevó a cabo otra hazaña: derrotó en Stalingrado y Kursk al poderoso y, hasta entonces, invencible ejército alemán de Hitler. Así se aplastó definitivamente la amenaza mundial que significó el nazifascismo.
Pero, regresando a 1917, la Revolución rusa cometió el grave error de consolidarse y ampliarse a través del terror y la violencia. Terror y violencia que acabó desplazando de la dirigencia del Partido Comunista de la URSS a los intelectuales y a los idealistas y dio paso a los violentos.
De ésta manera se encumbró en el poder el peor de todos ellos: Joseph Stalin, vengativo y paranoico personaje que estableció una férrea dictadura.
Su ejemplo sectario y asesino se extendió al tercio de la humanidad que, décadas subsecuentes, optó por gobiernos Marxista-Leninistas: Juan Negrín, Tito, Mao Tsé Tung, Ho Chi Min, Kim Il-sung, Honecker y Ceausescu, que no se entienden sin Stalin.
Fue una lástima que esto ocurriera así. El sueño igualitario devino en pesadilla represiva. El costo en vidas y tiempo perdidos fue altísimo.
Por eso pocos festejaran hoy el Centenario de la Revolución rusa. Y menos aún celebrarán en Moscú, donde se ha instalado el nuevo zarismo de Putin, más parecido al gansterismo mafioso de Chicago que a la antigua corte afrancesada de San Petersburgo.
Centenario triste: porque aquella seductora utopía se ha convertido ahora en un obscuro callejón sin salida lleno de fantasmas.
Una tragedia.