Sigo sosteniendo que la elección de un presidente como López Obrador, percibido por las mayorías del país como un dirigente que habla en su nombre, ayudó a conjurar riesgos de inestabilidad social y política en 2018 y en los siguientes años. Al final del sexenio de Enrique Peña Nieto había un desencanto evidente en contra de la clase política tradicional y el modelo impulsado por los gobiernos priistas y panistas. López Obrador dio cauce electoral a esa inconformidad; las expectativas que se generaron a su arribo a Palacio Nacional y sus promesas de cambio, atenuaron momentáneamente esa desesperanza.
En buena medida este efecto se sostiene, pero ha comenzado a ser insuficiente. Es cierto que hay un cambio de concepción respecto a una batería de valores sociales; también lo es que las derramas ofrecen alivio a grupos en condición vulnerable. Pero alivio no es curación; importante como es, no elimina las condiciones que generan pobreza y desigualdad. El gobierno de la 4T ha intentado un cambio, en algunos temas con mayor acierto que en otros, pero es evidente que la situación puntual de los sectores más desfavorecidos está muy lejos de haber experimentado un vuelco transformador y que la naturaleza de los cambios impactaría, en el mejor de los casos, a mediano y largo plazo.
La gente agradece los esfuerzos del Presidente, a juzgar por sus niveles de aprobación, pero hay una exasperación creciente frente a la realidad que muerde y hacen lo posible para revertirla con los medios a su alcance. Algo más que comprensible. El problema es que los medios a su alcance con frecuencia pasan por acciones que, sumadas, propician la temida inestabilidad.
Este domingo la carretera México-Cuernavaca fue objeto de una serie de incidentes en rápida sucesión, que ilustran de manera preocupante el riesgo de una descomposición en proceso. No son casos nuevos ni inusuales, pero la reiteración nos informa que algo alarmante podría estarse acelerando. Primero, el bloqueo de la salida a Cuernavaca por el viaducto Tlalpan por parte de un grupo de familiares motivados por la desaparición de Lesly Martínez Colín y la lentitud de las investigaciones.
En sentido inverso, y casi simultáneamente, la marcha de miembros del Movimiento Campesino Siglo XXI, del Estado de Morelos, que exige el pago de indemnizaciones justas por las parcelas afectadas por la construcción en el sexenio anterior de la autopista que conecta a Puebla con Cuernavaca. Alrededor de 200 manifestantes condenaron a miles de personas atrapadas en sus vehículos durante cuatro o cinco horas en un tramo de varios kilómetros, entre Cuernavaca y Ciudad de México.
Y sobre estos dos incidentes se montaron otros dos que podríamos denominar oportunistas. Por un lado, los asaltantes que surgieron sobre la carretera federal paralela a la autopista, al advertir que los automovilistas la recorrían a vuelta de rueda. Si bien existen bandas criminales que desde hace meses acosan a vehículos vulnerables en incidentes aislados, aunque frecuentes, todo indica que en este caso se trata más bien de los vecinos de poblados como Huitzilac, que constituyen su base de apoyo. Este domingo obligaron a muchos conductores a detenerse a base de pedradas para despojarlos de lo que podían al paso de las caravanas. Algo más parecido a la rapiña que estrictamente al crimen organizado.
Por último, al percibir que el flujo de automóviles se había detenido por el bloqueo, un grupo de motociclistas decidió convertir un largo tramo en exclusiva pista de velocidad; para lograrlo impidieron el paso de los pocos vehículos que habían logrado cruzar el bloqueo o habían conseguido filtrarse a cuentagotas. Tuvieron que padecer una segunda retención, en este caso por la apropiación de una vía pública por parte de una veintena de abusivos motociclistas.
Los dos incidentes de origen obedecen a distintas razones, pero en última instancia remiten a la misma causa: la percepción de que los procedimientos institucionales para plantear un conflicto, un problema o una reivindicación no bastan. Ambos toman a la población como rehén para presionar a la autoridad para resolver su agenda con cargo al resto, o a una parte de la sociedad. Por su parte, los otros dos incidentes parasitarios, es decir, los asaltos y la arbitrariedad de los motociclistas, obedecen a un factor tanto o más preocupante: la inacción de las autoridades y la posibilidad de violar la ley impunemente. Cuatro situaciones en pocas horas en una de las carreteras más transitadas del país y en teoría una de las más vigiladas.
El éxito o el fracaso de un sistema remite, en última instancia, a su capacidad para responder a las expectativas de la población y, sobre todo, a su habilidad para gestionar y procesar los agravios y conflictos sociales. Por lo general, cuando un sistema político pierde capacidad generalizada de procesar o resolver exigencias, pierde legitimidad. No se trata de analizar si la demanda de los ejidatarios de Morelos es legítima o manipulada, al menos no aquí, sino de ilustrar la creciente inclinación de grupos sociales afectados por algún conflicto o carencia, para empujar una solución por vía ilegal.
En México experimentamos una situación inédita. López Obrador no ha perdido legitimidad frente a los sectores populares, a pesar de estas muestras de inconformidad, pero estos han comenzado a tomar las riendas de sus reivindicaciones. Desde luego en toda sociedad hay oportunistas o líderes necios. No es eso lo que preocupa, sino el hecho de que se generalice la noción de que la única manera de ser escuchado o conseguir una mesa de negociación es mediante el chantaje o la extorsión. No juzgo los casos, porque nadie quisiera estar en los zapatos de los padres de una hija desaparecida, desesperados, porque el burócrata del ministerio público es un imbécil; o en el de los vecinos que carecen de agua desde hace meses por presunta corrupción de las autoridades (como sucede en Cuernavaca). El problema es que el sistema está perdiendo la capacidad de atender, escuchar, procesar, resolver o matizar por vía institucional los agravios de tantos grupos y comunidades cualquiera sea su causa (agua, servicios, inseguridad, feminicidios, abuso de poderosos, y un largo etcétera).
No se advierten síntomas de que esta inconformidad provoque una explosión política en términos violentos, pero sí existe el riesgo de que se multipliquen los micro conflictos hasta hacer la vida pública intolerable por la toma de instalaciones, el bloqueo de vías, la rapiña, la inseguridad omnipresente.