La apatía mexicana y la habitualidad de las guerras, siempre, en alguna parte del mundo, han hecho que nuestra barbarie pase desapercibida, con el consecuente aumento de la misma hasta sitios escalofriantes. Todo ha sucedido, ante los ojos despreocupados de propios y extraños, o lo que es lo mismo, tanto de mexicanos como de extranjeros.
Desde aquel diciembre de 2006 en que Felipe Calderón osó usar el ejército con el propósito fracasado de legitimarse ante la ciudadanía, ésta perdió total control de la conducción de sus propios destinos. Y no solo eso, se perdió el derecho humano al libre tránsito; derecho a la propiedad privada; el derecho a vivir sin miedo a ser extorsionado, secuestrado, humillado o asesinado.
Salvo excepciones mínimas como la Ciudad de México, caminar por las calles de nuestro país representa un riesgo. De tal forma que para no dejar de vivir mientras se está con vida, la gente ha aprendido a caminar entre llamas sin hacer gestos; en bastas zonas del país, muchas madres acostumbran, casi con naturalidad, enterrar ellas a sus hijos.
Poblaciones enteras son desocupadas por la llegada de criminales que las ocupan cual si fuera una casa y hacen huir por su vida a los pocos que aún la tienen. El cobro de derecho de piso, una suerte de pago tributario, ahora exclusivo de la mafia, hace que se torne poco redituable cualquier negocio, desde una pequeña cocina hecha en un hogar con el sazón casero, hasta empresas que algunas vez brindaron empleos a toda una población.
La venda en los ojos de quienes hemos visto esa realidad solo por interpósita persona o desde periódicos o cifras oficiales, pareciera haberse esfumado por la global indignación de la desaparición de los 43 estudiantes normalistas de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa.
Y ayudado en esa indignación que desde todas partes del mundo ha hecho patente su molestia y ofensa como humanidad ante nuestra barbarie, vale la pena mencionar algunos (acompañado de la “noticia” cada vez más contundente sobre la verdad de su triste y aterrorizante muerte) datos, cifras o números, que son integrados por vidas, familias y comunidades cuyas tragedias no alcanzamos a imaginar, pero con las que debiéramos empatizar.
El número de muertes registradas de forma violenta entre hombres en 2007 fue de 7 mil 776, mientras que en 2011 pasó a 24 mil 257 (Texto Registros Vitales del INEGI, citado por Asa Cristina Laurell en La Jornada del 6 de noviembre pasado).
Tan elevadas son las cifras, que entre 2010 y 2012 (sin datos para 2013 y 2014), la muerte violenta es la primera causa de fallecimiento entre los hombres de 25 a 44 años.
Considerando la suma de 53 mil 730 defunciones entre 2008 y 2012, más los 26 mil 500 desaparecidos, tenemos a 73 mil víctimas de la violencia (Op.Cit.) la agresión como causa de muerte masculina se ubica sólo después de enfermedades del corazón, cáncer y diabetes.
El tema es tan alarmante que nuestra tasa estimada de mortalidad se ha reducido un año, algo que sólo sucede en lugares en guerra o afectados por una crisis alimentaria o viral. Los mexicanos y las mexicanas estamos muriendo día con día y el Estado, además de ser incapaz de impedirlo, muchas de las veces es cómplice o actor directo de las matanzas, como en Tlatlaya, Estado de México.
En la búsqueda de los estudiantes de Ayotzinapa, se conocieron, como es costumbre, la existencia de fosas clandestinas con decenas de cuerpos. En el estado de Durango, en 30 fosas, fueron hallados más de 300 restos humanos sin identificar.
El horror que se vive en México es propio de un Estado fallido, pero esto va más allá, es propio de un Estado inexistente, que perdió el monopolio del uso de la fuerza, que está ligado, coludido y hecho uno solo con los delincuentes, lo que resulta en un Estado paralelo cuyas cabezas son mafiosos bien organizados y con una capacidad de hacer valer su ley, que nos hace concluir que entre unos y otros, en México prevalece un Estado delincuencial.
Ante tal realidad, y respetando la autodeterminación de los pueblos y su soberanía, es imperante que sean otros Estados quienes se solidaricen por hacer prevalecer nuestro Estado de Derecho, mediante exigencias a nuestros formales representantes en todos los sitios en donde éste está representado, exhortándolo a proteger la vida de sus habitantes son penas de orden internacional en el trato comercial o político.
Y no sólo los Estados, sus sociedades deben, por un asunto tan humanitario como se ha hecho en Haití o en África, realizar acciones de solidaridad con México que no cesen hasta que vivir en tierras aztecas no sea un asunto de suerte o privilegio, sino un derecho efectivamente protegido por la autoridad de un Estado competente. Hasta entonces, México pide auxilio.
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