A diferencia de lo que muchos imaginaron por años, Cuba dejó de ser presidida por un Castro sin que ello implicara que Fidel muriera ni que la salida de Raúl llevará a un caos a la isla caribeña.
La institucionalidad creada a partir de la Revolución Cubana hace casi 60 años ha podido resistir en el tiempo como ninguna otra: la Guerra Fría, la caída del muro de Berlín, el ascenso del neoliberalismo, el renacer económico de China y el poderío político y militar de Rusia.
Hoy, oriente y occidente, son muy distintos a aquellos años en los cuales los Castro, junto con unas decenas de hombres triunfaron desde la Sierra Maestra el embate militar del dictador Fulgencio Batista y tomaron el poder de Cuba para orientar, para bien y para mal, los destinos de 11 millones de cubanos.
Donald Trump se convirtió, este 19 de abril, en el primer presidente en medio siglo en tener como colega a alguien cuyo apellido no es Castro; acontecimiento que muchos de los republicanos que lo llevaron al poder ansiaban hace décadas pero que les cae como balde de agua fría, ya que aunque Miguel Díaz Canel, el nuevo presidente cubano, incluso haya nacido después de la revolución, es un revolucionario.
Los festejos que por Miami hubo con la muerte de Fidel Castro no se repitieron con la salida de Raúl, pues los Castro están demostrando que la institucionalidad construida en la isla permite una transición política ordenada; y sobre todo, una continuidad del sistema establecido, a pesar, por supuesto, de que éste no sea democrático.
Ése reto, el de dotar a los cubanos de un régimen democrático podría ser la agenda principal del nuevo dirigente, cuyo mandato invita a pensar en que será el eslabón entre el socialismo con un partido de Estado o partido único, y un sistema de partidos que bien podrían competir dentro de la esfera de un Estado socialista como el actual.
Así como el resto de las democracias occidentales caminan entre elección y elección sin modificar el esquema de gobierno ni el sistema económico o social, la apertura o la permisión de opositores no capitalistas para acceder a la Asamblea Popular y que eventualmente puedan ganar su mayoría, lejos de poner en riesgo el imperio socialista, permitiría que éste no reviente abruptamente en un nuevo episodio revolucionario.
Esta transición de terciopelo en el mando del poder cubano, junto con los tenues cambios que han permitido la entrada de capitales extranjeros, particularmente en la industria turística, pinta para impulsar la gran agenda pendiente en la que se aprestan sus opositores en Cuba y en el mundo: una pluralidad de pensamiento que desemboque en una pluralidad electoral.
Dentro de la ideología socialista están en la isla una gran cantidad de ciudadanos ávidos de participar con ideas nuevas, propias de un tiempo distinto al cual había que cuidar mediante una sólo línea política el rumbo de la revolución.
Ya que todo proceso revolucionario tiene como principal reto que al paso de los años no salga del poder de la misma forma en que llegó; y si la Cuba socialista consigue evolucionar a un socialismo democrático, acompañado por un nuevo modelo de mercado que revitalice la economía, Díaz Canel alcanzará una legitimidad histórica, tanto entre la población como en las cúpulas conservadoras, que muy a su pesar, tendrán que revestirse o morir.
Si por el contrario los dados conservadores que evitan un cambio siguen dominando, quienes se lamen los bigotes por ver caer al socialismo cubano seguirán en su envestida golpista hasta conseguir su cometido.
Ese es el verdadero reto del siglo veintiuno que tiene el último reducto del socialismo del siglo veinte: la continuidad mediante la apertura o su eventual caída. Lo último llevaría a un capitalismo salvaje y de salvajes.
Mientras viva Raúl Castro y su presencia proteja la esencia de la revolución en que luchó, un cambio así será posible, ya que con su muerte Díaz Canel quedará huérfano y el desafío propuesto será bloqueado por las élites burocráticas y el ejército.
El tiempo corre en su contra, pues los 86 años de edad de Raúl Castro son el inicio de esta cuenta regresiva de la vida contra la que habrá que ir en lo que puede convertirse, para sorpresa del mundo, en una transición que pase de sólo cambiar el nombre de quien gobierna a cambiar la forma en que quien lo hace sea elegido.
Una es con la legitimidad que da la historia, que morirá en cualquier momento; y la otra es aquella que se consiga mediante la voluntad popular que sólo puede ser expresada en las urnas.