Leí un desasosegante mito ruso, de los cheremises, que son un pueblo finés. Dios estaba moldeando, en una pieza de arcilla, al primer hombre; cuando terminó de darle forma, subió al cielo a buscarle un alma y dejó al perro custodiando eso que, sin alma, era un muñeco de barro. En cuanto Dios se fue llegó el diablo, distrajo al perro y escupió sobre el muñeco. El gargajo del diablo era de tal consistencia y magnitud que Dios se sintió incapaz de erradicarlo, así que, para salvar a su muñeco, que era el fundamento de la especie humana, volteó su cuerpo del revés, como si fuera un calcetín. Esta es la razón, nos dice este mito ruso, de que el interior de las personas sea tan sucio.
Nuestro interior además de sucio es completamente oscuro, y esa absoluta oscuridad está poblada de órganos blandengues y viscosos que se mueven permanentemente.
El filósofo español Santiago Alba Rico observa, en su libro Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral, 2017), cómo los habitantes de las ciudades siguen teniendo más miedo a la oscuridad que, por ejemplo, a los coches, que son potencialmente más peligrosos.
El miedo a estar solo en un bosque oscuro sigue vivo entre las personas cuyos ancestros ya hace muchas generaciones que no viven en un bosque, ni siquiera cerca de un parque con árboles. Sobre este miedo, que lleva miles de años instalado en la memoria colectiva de nuestra especie, la bióloga Barbara Ehrenreich sugiere: “Antes de la era del hombre cazador, y aún bien entrada ésta, debió existir una era del hombre cazado”. Es decir, explica Alba Rico, “que en virtud de un remoto atavismo, los seres humanos temen todavía hoy ser devorados por un animal”.
El temor al bosque oscuro es en realidad el miedo a la bestia que nos acecha, esa misma que intimidaba a nuestros ancestros, y que puede devorarnos y, todavía peor, dejarnos confinados en su oscuro interior, rodeados de órganos palpitantes y de tacto repulsivo.
El miedo a la oscuridad es el miedo a estar dentro de la panza del lobo, según nos ha recordado a todos, a lo largo de nuestra infancia, el cuento de La caperucita roja, que al final es liberada después de purgar un angustioso episodio, por cierto nunca suficientemente explicado, en el interior del animal.
Pensando en el hombre cazado, recordé la película de Pinocho, la secuencia en la que se lo traga la ballena con todo y lancha y, según recuerdo, acompañado de Gepetto, su padre adoptivo. Ahí vemos al niño recorriendo el no tan oscuro interior de la ballena que, al ser obra de los dibujantes de Disney, está despojado de su escatología, no hay órganos viscosos y palpitantes sino un entorno limpio, aséptico, diseñado para no asustar a los niños. Un interior falso porque, como ilustra a la perfección el mito ruso con el que empezaron estas líneas, el interior de los cuerpos es muy sucio, así nos lo dejó el escupitajo del diablo. Suponiendo, claro, que nosotros y las ballenas venimos del mismo mito.
Hay un viaje por el interior de un cuerpo, no de ballena ni de lobo sino de una persona, en la película El viaje fantástico (Fantastic Voyage, Richard Fleischer, 1966), de la que luego, cosa curiosa, Isaac Asimov escribió una novela. Un grupo de científicos, a bordo del submarino Proteus, es reducido, con todo y submarino, a un tamaño microscópico, y luego introducido en un cuerpo que necesita una reparación en alguna zona del cerebro. El submarino viaja por el torrente sanguíneo, esquiva órganos palpitantes y la peligrosa cresta de un hueso, llega al cerebro y ahí la tripulación, de la que forma parte la bella Raquel Welch, repara el desperfecto y luego enfila la proa rumbo al nervio óptico para salir por un ojo al mundo exterior.
El submarino Proteus es una de esas piezas de ficción que se ha anticipado a la realidad: aquel submarino se ha convertido hoy en el endoscopio, en esa cámara mínima que se introduce en el cuerpo humano para explorar, con una lamparita milimétrica, el interior y en su caso, como hizo el submarino en la película, reparar un desperfecto.
No es lo mismo, desde luego, viajar por el interior de un cuerpo, como lo hicieron Pinocho, la tripulación del Proteus o su versión contemporánea que es el endoscopio, que estar confinada en la más absoluta oscuridad, apretujada entre los órganos tibios y viscosos del interior de un lobo, como estaba la pobre Caperucita Roja. Esa niña desvalida es la que encarna nuestro miedo atávico a la oscuridad y, cada vez que nos atemoriza una habitación sin luz, nos convertimos en su viva metáfora.
No en vano se dice ante una situación peligrosa: “Es como meterse en la boca del lobo”. También se dice que “está como boca de lobo”, cuando un sitio es muy oscuro.