En 1925, hace casi 100 años, el escritor Stefan Zweig publicó, en un diario vienés, un artículo en el que denunciaba la “monotonización del mundo”: “la gente parece vivir y actuar de acuerdo con un mismo esquema, y cada vez son más las ciudades que se asemejan entre sí”. La monotonía que observaba Zweig no ha hecho más que recalcitrarse, quien va de compras encuentra las mismas tiendas en cualquier ciudad de Occidente (H&M, Apple, Nike, etcétera) y el vivir y el actuar están pautados por Instagram, Tiktok y otras opciones que nos monotonizan desde la pantalla.

A Zweig le escandalizaba la uniformidad del baile en esa época, ya no se bailaban los valses en Viena ni las zardas en Hungría, “hoy en día son millones de personas, de Ciudad del Cabo a Estocolmo, de Buenos Aires a Calcuta, las que bailan el mismo baile al compás de las mismas cinco o seis melodías impersonales y de corto aliento”, escribe Zweig, sin saber que ese párrafo iba a ser la metáfora, casi 100 años más tarde, de la vida de los ciudadanos del siglo XXI, pues todos bailamos, y nos comportamos y en general vivimos, al compás de cinco o seis melodías impersonales y de corto aliento.
Más adelante se queja del progresivo desvanecimiento de la conversación y de la lectura de libros que exigen la atención del lector, a causa de entretenimientos cuya “fuerza invencible reside en que todos son insólitamente cómodos”, como la radio que empezaba a marcar la “preponderancia de la tecnología como fenómeno más relevante de nuestra era”, escribe Zweig. Ante este panorama, donde estaba ya claramente la larva de nuestro mundo, el escritor declaraba que frente a semejante monotonización, “cualquier llamamiento al individualismo dirigido a las masas, a la humanidad, sería un gesto de arrogancia y presunción”. El individualista era, en 1925, la persona que pensaba y actuaba por sí misma, pero la cosa ha empeorado y hoy lo es también ese individuo aislado frente a la pantalla que consume lo mismo que otros millones de individuos. La monotonización ha triunfado, ¡viva mi dueño!, gritaría el enorme Valle-Inclán.