“Quien habla de felicidad suele tener los ojos tristes”. Esta misteriosa sentencia, del poeta francés Louis Aragon, nos invita a internarnos en la selva que brota inmediatamente después de leerla.
La felicidad es normalmente el recuerdo de un momento feliz. O la anticipación de un episodio feliz que podría acontecer. El feliz no está pensando en la felicidad que lo embarga, es más: basta que lo piense para que su felicidad se desvanezca. Casi nunca la felicidad se manifiesta en tiempo presente.
La felicidad está afincada o en el recuerdo o en la expectativa, en la esperanza, y la esperanza es un deseo completamente ajeno a nuestra voluntad, no depende de nosotros: sólo se espera lo que no está, lo que podría suceder pero todavía no sucede. Quizá por esto quien habla de felicidad suele tener los ojos tristes: porque habla de un momento que ya se fue o que todavía no existe.
Kant lo tenía claro, decía que la felicidad “es un ideal, no de la razón sino de la imaginación”.
Los momentos felices que guardamos en la memoria ya son nuestros, pero la esperanza, la expectativa de disfrutar de un episodio feliz, que naturalmente todavía no existe, genera más desasosiego que felicidad, porque quien espera algo tiene el temor de que al final no suceda.
Spinoza lo tenía claro: “no hay esperanza sin temor, ni temor sin esperanza”.
A la felicidad no se le puede esperar porque lo suyo es asaltarnos, caernos encima inopinadamente; esperarla es aniquilarla. La expectativa es un impedimento para la felicidad, como también lo es la pretensión de estar siendo felices: la felicidad por autosugestión o por decreto propio. O esa felicidad gaseosa con la que quieren engatusarnos los gurús de la new age.
Séneca lo tenía claro, batallaba contra la expectativa, invitaba, a quien lo quisiera escuchar, a no esperar ni la felicidad ni nada: “cuando hayas desaprendido a esperar, yo te enseñaré a querer”.
La clave es desterrar toda esperanza; esperar ser feliz es inútil, lo que queda es orientarse, sin ninguna ambición ni expectativa, hacia la vida feliz.
Jordi Soler