
Deep Brain AI es una compañía coreana especializada en revivir muertos. No se trata de un viaje al Hades, como hacían los personajes de Homero, que bajaban al submundo a encontrarse con los que ya se habían ido pero seguían ahí, estancados entre una y otra dimensión y bien dispuestos a conversar desde su calidad de muertos/ vivos.
Lo que vende, cada vez con más éxito, la compañía coreana, es un avatar del amigo o pariente o amante decesada, que es capaz de hablar con la voz que tenía y con los conceptos y los gracejos que utilizaba, y además se mueve como se movía el finado y es físicamente idéntico pero etéreo, sin corporeidad, no se le puede, por ejemplo, abrazar, pero muy pronto se podrá; si hay novias de silicona que gimen, se estremecen y generan calorina corporal, ¿por qué tu tío no va a poderte dar un recio abrazo?
Pero de momento el avatar es una proyección perfecta del pariente, capaz de conversar de cualquier tema porque está alimentado con un software hecho a partir de las experiencias, las interjecciones, las pulsiones y las repulsiones del fallecido.
La clientela, según cuenta un artículo de The New York Times (“We’re In a New Age of Techno-Spiritualism”, 30 de marzo), queda complacida y conmovida con la interacción y, casi siempre, quiere repetir. En realidad el cliente de Deep Brain AI no habla con su pariente muerto, sino con su base de datos, lo cual me lleva a preguntarme dónde radica la identidad de una persona, y a sospechar que quizá esa base es lo que antes se denominaba alma.
Octavio Paz proponía que “la creencia en la identidad personal es como una jaula fantástica.
Una jaula vacía: adentro no hay nadie”. Desde esta perspectiva, la de la identidad como creencia, quizá el avatar de la compañía coreana sí se acerca a nuestra realidad, que es la del software que antes era el alma, y el resto te lo complementa la inteligencia artificial y a lo mejor te lo arregla, y ese tío que era buena persona pero sudoroso y maloliente, te llega fresco y sin olor, como un civilizado fotograma.