El futuro del pasado

  • El futuro del pasado
  • Editorial Milenio

Parece que los viejos discos de vinilo no son solo un capricho de cincuentones nostálgicos que se aferran al pasado. Según datos de la asociación estadunidense que controla los números de esta renaciente industria, cada semana se venden más de 200 mil ejemplares, recién fabricados, a clientes de todas las edades, muchos de ellos ya nacidos en la era de la música digital, sin ninguna memoria de las tornamesas y las agujas de diamante.

A esta curiosa resurrección se suma otra que anuncia la Asociación Estadunidense de Editores (Asociation of American Publishers): el libro (de papel) usado ha aumentado el número de ejemplares vendidos, de forma progresiva durante los últimos tres años, mientras que el libro electrónico, que hace muy poco parecía que iba a desplazar a su ancestro, se vende cada vez menos.

Los datos son, como digo, de Estados Unidos, pero seguramente los discos de vinilo y los libros usados tienen en otros países de Occidente una resurrección similar. Por ejemplo, en Barcelona hay una librería de viejo que durante el último año ha vendido más de un millón de ejemplares; empezó con un modesto local en un barrio conservador de la ciudad y ahora tiene dos más, también modestos, en otros barrios.

A estas resurrecciones de artefactos, que hace unos años dábamos por difuntos, habría que aumentar la de las cámaras Polaroid y la de las libretas de papel del estilo de la Moleskine, donde la gente que toma notas, luego de experimentar con todo tipo de apps, teclados y lápices electrónicos, va regresando paulatinamente a la libreta tridimensional con hojas de papel donde se escribe con pluma de tinta.

Todos estos artefactos, a los que poco a poco vamos regresando, tienen en común la tridimensionalidad que nos permite aplicar un mayor número de sentidos; en el libro electrónico, por ejemplo, no interviene más que el sentido de la vista, y si acaso el del tacto, aunque sea imposible distinguir, con este sentido, un libro de otro. En cambio, cuando se lee un libro de papel se ponen en juego, además de la vista, el sentido del tacto, el del olfato, el del oído, al pasar las páginas o al subrayarlas y, en casos de mucha pasión literaria, el del gusto.

Con los discos de vinilo pasa algo similar, los distintos tracks de una cara pueden distinguirse con los dedos, esto lo sabe cualquiera que haya visto a una persona ciega buscando una canción.

A estas resurrecciones hay que añadir unos datos que acaba de publicar el Pew Research Center sobre los temores del habitante del siglo XXI frente al mundo digital. El 70% de las personas (en Estados Unidos, otra vez) teme que la automatización de la industria, el comercio, las instituciones y la vida en general, termine por dejarlas sin empleo. Por otra parte, y con la idea de mencionar otro campo del mundo virtual, solo el 21% de los usuarios de Facebook se siente cómodo aportando información personal a la red.

De acuerdo con este panorama, parece que empieza a haber un repliegue general, o cuando menos una frenada significativa ante la digitalización de la vida, que hasta hace muy poco parecía imparable. Si alguien hubiera vaticinado, hace quince años, la resurrección de la industria de los discos de vinilo y de las cámaras Polaroid, hubiera quedado como un orate.

Ya veremos hasta donde llega el repliegue pero lo que desde luego podemos ir concluyendo es que el mundo analógico, contra todo pronóstico, está todavía muy vivo y, como hemos ido descubriendo con pasmo últimamente, aquel era un mundo en donde los individuos no estaban tan expuestos; la realidad física no invadía la esfera privada de la forma en que lo hace la realidad virtual, que entra a saco, y sin permiso, por computadoras y teléfonos. Toda la información que había de nosotros en la realidad física del siglo XX constaba en soportes fijos, estáticos y, sobre todo, rigurosamente contabilizables, mientras que en el siglo XXI nadie puede estar seguro de cuánta información sobre uno mismo, ni de qué calaña, pulula sin control por el ciberespacio.

De manera que una de las posibilidades de futuro que pueden vislumbrarse desde aquí, es la del regreso al pasado o, cuando menos, la de la interacción permanente del mundo analógico en el mundo digital. De momento no parece que vayamos a experimentar una digitalización integral. Quizá sea esto lo que sensatamente corresponda a una especie anquilosada como la nuestra, cuyos especímenes siguen siendo idénticos a sus ancestros desde hace miles de años. Un habitante de la vieja Mesopotamia comía, amaba, se reproducía y moría con un cuerpo idéntico al que tenemos hoy. Tendríamos que pensar en esto, antes de abismarnos en la pantalla del Samsung.

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