El escándalo desatado por el video de un grupo de niños a quienes entrenan como autodefensas en una comunidad serrana de Guerrero, algunos con carabinas de palo, enfureció a quienes están a la caza de escándalos.
En Wisconsin, Estados Unidos, desde noviembre de 2017, los menores de 10 años pueden usar rifles de cacería acompañados de un adulto entrenado.
Viendo las escenas desde la mirada urbana puede ser doloroso que a esos niños y adolescentes se les robe la infancia enrolándolos en entrenamientos para defenderse a sí mismos, a sus familias y sus propiedades.
Desde la mirada de los cazadores de cepa, de rifle, mochila y perros, enseñar a sus hijos el uso de las armas es motivo de orgullo, preserva una tradición familiar, la defensa de sus ranchos de los animales peligrosos (osos, lobos, jabalíes) o de los que son dañinos para las cosechas, como las liebres y conejos, o simplemente por el mero trofeo, como los venados.
Desde la mirada urbana, la cacería puede ser una manera muy violenta de enfrentar a los niños y jóvenes con escenas de vida y de muerte, pero es también una forma de mostrarles que el mundo no funciona como debería: hay presas y hay depredadores.
Desde esa mirada urbana deberíamos preguntarnos por qué el furor mundial que despertó don Alejo Garza, aquel viejo cazador que defendió su rancho, hasta la muerte, de la horda de narcotraficantes que lo amenazaron con despojarlo.
Lo que no tiene perdón es que, de nuevo, los niños enfermos sufran en los hospitales mexicanos por falta de medicamentos, víctimas de una sospechosa escasez en la que, por enésima vez y con seis expedientes abiertos por desabasto deliberado, aparece la empresa Pisa, de Guadalajara, Jalisco.
Y peor aún, que las sospechas de complicidad en esas acciones que podrían tipificarse como criminales, recaigan en médicos que dirigen hospitales.
Con tanta mezquindad, no hacen falta rifles ni balas para negarles a los niños la salud, la felicidad y el derecho a vivir.
