Las manifestaciones pro Chapo Guzmán en Guamúchil y en Culiacán, capital de Sinaloa, despiertan sentimientos encontrados en todo el país. Hay quienes se conmueven por la expresión pública de solidaridad contra el capo encarcelado, mientras que, quizá los más, nos sorprende que irrumpa una movilización social con demandas públicas de claro contenido político, en torno de un personaje del crimen organizado que apenas empieza su procesamiento judicial. Que miles de personas de ambas ciudades sinaloenses se atrevieran a llevar a la calle un conjunto de demandas estructuradas, arriesgándose a tentar los límites de la libertad de manifestación, expresa que hay una base social con algún grado de organización como para asumir públicamente sus preocupaciones y sentimientos, sin importar si son juzgadas por los móviles antitéticos por defender a un criminal confeso. A favor o en contra, pero nadie puede permanecer indiferente.
Es incómodo constatar que convivimos con dos caras de un Jano político ante el tema desgarrador, dramático, que sacude nuestras vidas en lo más cotidiano y en lo más trascendental de nuestros valores como civilización; la defensa de la vida, la esperanza en la justicia como valor supremo frente a la violencia e impunidad; pero también la otra cara, que quisiéramos negar, la del mercantilismo y la corrupción como estrategia de supervivencia a toda costa, rostro banalizado de una ley de la selva que damos por buena sin asumir sus consecuencias. Estas manifestaciones sinaloenses cuestionan los límites del derecho a manifestarse, pues apelan al rostro del Jano legal, cuando se pide un juicio justo y transparente, que es un derecho humano al que no podemos oponernos. En contraste, pedir que no se extradite al Chapo, nutre la polémica sobre el significado de soberanía y defensa de la capacidad de nuestro Estado de derecho en la procuración de justicia.
El caso de los “extraditables” en Colombia, produjo una polémica nacional y mundial, sobre lo que significa la soberanía nacional para poder juzgar en casa a criminales, aunque se incorpore en su juicio demandas internacionales, pero por otra parte, se polemizó sobre la autoridad moral del gobierno estadunidense para extraditar delincuentes internacionales, pues su concepción de justicia se enmarca dentro de una estrategia de combate al crimen organizado por la que no responde ante sus aliados, ni asume los vínculos internos con el crimen organizado dentro de Estados Unidos. Extraditar significa, en cierto sentido, aceptar la vulnerabilidad de nuestro aparato de justicia, pero en contraparte exige coherencia interna en la procuración de justicia, que pueda asegurar que no habrá otros 13 años de perseguir a un delincuente, sin rendir cuentas sobre la ineficacia de sus instituciones domésticas.
Las dos caras de Jano que vemos en el espejo de las manifestaciones pro-Chapo, encierran, pues, la realidad del autoritarismo que no tardamos en aceptar si este trae consigo solución de problemas inmediatos. En la encuesta Latinobarómetro 2013, México ocupa el primer lugar latinoamericano, ante la pregunta si podría haber una democracia sin Congreso, con 38 por ciento, contra una media regional de 27 por ciento. Y el 19 por ciento de los mexicanos consideró su apoyo al autoritarismo mientras ahí sí se resuelvan problemas. La región geopolítica del cártel de Sinaloa, no cuenta con autodefensas y al Chapo muchos lo consideran su padrino protector. La inseguridad ciudadana, principal preocupación en México, paradójicamente se apega a la máxima que la encuesta de Latinobarómetro de 2011 planteaba: “Teme global y asegúrate local. La seguridad está en el barrio”, pues Sinaloa ocupa el segundo lugar en homicidios del país. Quienes están alejados de las víctimas, apoyan la ecuación Chapo+autoritarismo+protector, por ello lo defienden.
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