
La intimidad está muriendo, dicen. Cada vez estamos más dispuestos a exponernos en las redes sociales y nos apasiona espiarnos mutuamente. Si continúa esa evolución, perecerá la experiencia de lo recóndito, lo reservado, lo misterioso. Para los sabios del pasado, la intimidad, ese territorio interior a salvo de la vigilancia social, era una forma esencial de libertad. Sin embargo a nosotros nos seduce tanto llamar la atención que olvidamos el riesgo de ser controlados. Dejamos que en nuestra vida cotidiana se inmiscuyan miradas ajenas y marcas publicitarias que, para incitarnos al consumo, buscan conocernos y clasificarnos. El capitalismo favorece todo lo privado, menos la vida privada.
Cuenta el historiador Heródoto que el rey de Lidia, Candaules, enamorado de su mujer, la creía más bella que ninguna, pero le aguijoneaba que los demás lo ignorasen. Por eso dijo a uno de sus oficiales: “Creo que a pesar de mis palabras no calibras la arrebatadora belleza de la reina. Quiero que la veas desnuda con tus propios ojos”. El oficial se resistió pero acabó acatando la orden. Esa noche se escondió tras la puerta de la alcoba real y contempló a la reina conforme se iba quitando sus túnicas. La mujer vio su sombra furtiva y sintió una indescriptible humillación. Al día siguiente llamó al oficial y le obligó a ser su cómplice: “O bien matas al rey y te casas conmigo o bien eres tú quien morirá por haberte prestado a tal infamia”. Ante tan escalofriante opción, el oficial decidió derrocar a su señor. Así Candaules, pionero de la sobreexposición pública, perdió el poder por no tener pudor.