En memoria de Rosaura Barahona
La muerte de Rosaura Barahona deja un hueco enorme. Se ha apagado una voz necesaria y crítica, difícil de sustituir. Echaremos de menos sus artículos, porque eran valientes e incómodos para la placidez de quienes no se cuestionan. La comunidad académica a la que pertenezco está de luto. Su partida nos ha arrebatado –además de una maestra muy especial– el privilegio de su cercanía y amistad. Alrededor de Rosaura se creó una red de lectores y amigos a quienes contagiaba su sentido del humor. A Rosaura dedico a este texto simplemente porque estoy de duelo, y también porque el tema le habría interesado.
En esta ocasión quiero hablar de la sororidad. La sororidad es tan vieja como la fraternidad, pero se desconoce; frater y sor, palabras latinas, se refieren a una relación de parentesco. Las dos palabras han tenido destinos muy diferentes.
La fraternidad es una palabra que a todos nos es más familiar. Con la Revolución francesa, la fraternidad dejó su sentido literal (la hermandad de sangre) para acceder a lo simbólico: la hermandad que todos nos debemos. Sin embargo, esta fraternidad fue solamente masculina. Promovió la solidaridad entre hombres, el pacto de amigos, de caballeros; el espaldarazo del gremio.
¿Y qué pasó con la sororidad? Esta palabra se quedó hundida en el fondo del mar de nuestro lenguaje. Rezagada, silenciada y olvidada a tal punto que pareciera que la sororidad fuera un imposible. Toda nuestra cultura (el cine, los cuentos infantiles, los medios masivos de comunicación, las estructuras laborales y familiares) promueve la enemistad entre mujeres, y lo creemos como si fuera un dogma. Desde pequeñas, aprendemos que la enemistad, la discordia, la envidia, la maledicencia y la indiferencia son la única manera de relacionarnos con nuestras hermanas.
El día de hoy, la Real Academia de la Lengua Española no reconoce esta palabra. Cuando la busco en su diccionario digital, me responde lo siguiente: “La palabra sororidad no está registrada en el Diccionario”. Pero me sugiere otra palabra que podría estar relacionada: sonoridad.
Podríamos jugar con esta ausencia, con la proximidad a otras palabras, y decir que la sororidad es sonora. Que la sororidad debe hacerse oír, resonar en todos los rincones.
Demos voz a la sororidad.
En noviembre del año pasado, La Fundación del español urgente reconoció esta palabra. Le dio entrada formal a nuestra lengua. Con ello, la sororidad ha entrado por fin a nuestro idioma, aunque la puerta más importante ha sido la que abrieron las feministas a mediados del siglo XX para hablar de lo que en inglés se llama sisterhood.
Pensemos que esta juventud de la sororidad es promisoria. Nos indica que cuenta con toda la energía para crecer con fuerza. ¿Cómo se puede cultivar la sororidad? ¿Cómo ser sororaria? A través de la empatía. Reconociendo y reconociéndonos en otras mujeres, escuchando a otras mujeres, mirando a otras mujeres. Buscar nuestras afinidades, e impulsando a otras mujeres a crecer, a alcanzar su plenitud.
La sororidad no es sólo solidaridad, sino un principio ético y político y supone una verdadera transformación.
Implica, en primera instancia, modificar las relaciones entre nosotras. Dejar de creer esos dichos sobre nuestra supuesta enemistad y traducir la basura en oro: en el oro de la amistad, la confianza, el apoyo y el reconocimiento. Necesitamos cultivar esta inteligencia comunitaria.
Callar ayuda a perpetuar las estructuras de poder. Por ello, la sororidad sonora es la estrategia más poderosa para acabar con la espiral del silencio, aquella en la que se sume mucha de la experiencia femenina, que no parece digna de interés de quienes tienen voz.
La sonora sororidad rompe el silencio, amplía nuestro mundo, lo llena de esperanza. Las organizadoras de este congreso me solicitaron hablar de mi experiencia como directiva y de qué manera habría que cultivar la sororidad en el campo laboral. En principio, quisiera recalcar que el solo hecho de ser mujer no me trae por arte de magia la conciencia de género. Mujeres y hombres somos víctimas de un sistema que nos categoriza y etiqueta desde nuestro nacimiento. Al crecer y desarrollarnos, nos volvemos sumisos a sus leyes y reproducimos patrones y relaciones de violencia física, económica y cultural.
Por ello, tenemos que entender que la conciencia de género no nace por generación espontánea. Se cultiva. En ese sentido, la familia y todas las instituciones que educan, tenemos una responsabilidad enorme de formar a las siguientes generaciones con una conciencia de género. Me percato que en nuestro país estamos lejos de llegar a esta etapa.
Mientras tanto, pensemos que la sororidad puede ser un buen punto de partida.