Todavía es Navidad. En esta temporada, gozosa para muchos y triste para otros tantos, el tiempo parece suspenderse para celebrar un hecho que marcó profundamente a la cultura occidental, incluida la manera en que ha organizado su calendario.
La llegada de Jesús al mundo es un acontecimiento que se recrea año con año en los hogares mexicanos más fervientes y también en los escépticos, de la misma manera en los ambientes ricos que en los pobres. Las imágenes de la Sagrada Familia y personajes añadidos, incluido el diablillo socarrón, encuentran alojamiento en innumerables hogares. En todos por igual prevalece la tradición del Nacimiento. Se entiende como un escenario que alberga a humanos y animales, un conjunto al que se le pueden añadir o quitar piezas, siempre y cuando no quede alterado el elemento esencial: la madre, el padre, y el recién nacido en el pesebre. No importa el detalle de los rostros, porque lo interesante es evocar el arquetipo del nacido más famoso de la historia.
A mí, lo que más me conmueve es el hecho de que estas fechas reactualicen dos momentos cruciales de la vida: la maternidad recién estrenada, y la salida al mundo de un nuevo ser que deja la comodidad del útero para mostrarse al mundo.
En estos días me he dedicado a bucear por internet a aquellos artistas que han imaginado a los seres de las sagradas escrituras en su dimensión humana. Rescato el retrato de la joven madre cargando a su hijo en un momento de total intimidad, de absoluta cotidianeidad. Ella y él en reposada cercanía, inmersos en una comunicación intensa y muda.
De todas las versiones existentes, me quedo con un bellísimo retrato elaborado alrededor de 1300 en Siena por el artista Duccio di Buoninsegna. Un retrato austero donde aparecen a todo color los susodichos personajes. El escenario es abstracto: se despliega como paisaje un fondo dorado que también corona a ambos de un aura celestial. La virgen madre, una joven mujer de cara ovalada y delicadas facciones, cubierta de una túnica azul, posa de pie con su hijo en brazos. El dios niño (un adulto en miniatura vestido de color salmón), aunque inmóvil, parece ser el único de los dos captado en plena acción.
Centremos nuestra atención en un detalle mínimo, que podría pasar desapercibido si el espectador ve de prisa. Son los ojos de ella. Los mantiene ligeramente desviados hacia otra parte. Su expresión es de una profunda tristeza. ¿En qué piensa la tierna madre? Su mirada nos dice que, lejos de estar en tiempo presente, se desplaza mentalmente al futuro y sospecha que a su hijo le espera un porvenir lleno de sobresaltos que culmina en su crucifixión. El dolor de la madre se percibe profundo.
En cambio, el hijo es captado en otra actitud. El pequeño advierte el sentimiento de la madre y en un gesto de total empatía, le sacude el velo para llamar su atención, para traerla de vuelta al ahora del retrato y ahorrarle la pena anticipada. La escena me desgarra por la gama de emociones que se juegan en ese momento íntimo: la ternura del hijo intentando distraer a la madre, la madre absorta anticipando el dolor de la pérdida, y la abundancia del amor entre madre e hijo, en medio de un contexto de violencia y muerte que inicia con Herodes y termina con Poncio Pilatos.
Esta escena me lleva a imaginar a todas las madres.
En este momento pienso en las madres del mundo cuyos hijos se han ido para no volver.
Las madres de Siria, las de Iraq, las de París, las de Afganistán.
Las madres de este país cuyos hijos son los desaparecidos que han ido perdiendo rostro y apellido. Jóvenes que han muerto de manera violenta por diferentes causas etiquetadas con nombres que poco dicen: guerra contra el narco, guerra contra las mujeres o feminicidios... guerras al fin y al cabo que minimizan la tragedia de la vida rota porque se entiende como una vida sin nombre.
¿Cuántos cuerpos habitan el subsuelo de nuestra geografía?
Incontables.
A diferencia de la madre bíblica, las madres de hoy albergan una única certeza: sus hijas e hijos no resucitarán.