“Para Diane Willke”
Niños en ronda alzan los brazos. Caen y se levantan apresurados por volver a las andadas. Su risa es contagiosa. Concentrados, se toman su tiempo para deslizarse por el resbaladero. Llueve. Los pequeños aterrizan en pleno lodazal de pompis, de boca, con manos y rodillas. La acción se repite, como si la mano diera cuerda a una caja de música. Nada hay de particular. Solo el trajinar infantil en forma circular baja y sube, sube y baja. Las personitas toman su turno, ansiosas por repetir la experiencia; la lluvia insistente hace poco por sacudir de sus impermeables y de su cuerpo la tierra mojada que se les pega como un tatuaje. Su pelo escurre, al igual que su nariz. Todos ellos parecen gozar del agua fresca, de la mugre y del caos que resulta de un juego espontáneo, que sucede sin instrucciones ni fórmulas. Sin órdenes ni gritos. Sin formato preestablecido. Seguramente se dio durante el recreo, en medio del sonsonete apaciguado del agua al caer.
Desde los límites del encuadre de la lente, nada hay de extraordinario en el paisaje. Solo el cielo encapotado y el resbaladero. El video dura poco más de treinta segundos. Fue tomado la semana pasada en un centro educativo de un pequeño pueblo de Nueva Zelanda.
Se volvió viral.
Tuvo más de veinte millones de visitas y catorce mil comentarios nostálgicos de un paraíso perdido.
Me equivoco.
Algo extraordinario se revela frente a nuestros ojos: el simple transcurrir de la vida. Niños que se dejan llevar por el momento, y mientras juegan toman decisiones importantes: intercambiar palabras o callar, apresurarse o ir más lento, esperar su turno, decidir si aventarse con fuerza o con cautela, continuar o dejarlo, o bien apartarse de allí y ponerse boca arriba con los ojos cerrados para recibir las gotas. Un acto espontáneo en que la monserga adulta se aparta a una distancia prudente para dejar hacer. Sin dictar, formatear o censurar.
Presenciamos un momento “muerto” para nuestros estándares tan ávidos de dramatismo y constantes culminaciones. Treinta segundos en que no hay chistes de pastelazo logrados bajo el pulso del entrenamiento de los mayores. Nada de caídas infantiles tipo “cámara escondida”, ni gesticulaciones desprovistas de sentido. Solo vida viva. Vida vivida. ¿Será esto lo que llamamos calidad de vida?
Puedo imaginar que en algunas culturas (la vecina del Norte, por ejemplo) ver este video pudo significar poner el grito en el cielo: ¿Y la supervisión del adulto? ¿Dónde andará? ¿Por qué un resbaladero común y corriente, sin mecanismos de seguridad? ¿Y los gérmenes que entran en contacto con el cuerpo en cada embarrada de lodo? ¿Y los mocos? ¿Y el resfriado? ¿Quién dará cuenta de ellos?
Es curioso que el “tiempo muerto” sea el tiempo para ser, para ser y hacer porque sí, sin agendas ni objetivos. El tiempo de la existencia.
¿Por qué este video tan simple fue mirado una y otra vez?
Quizá porque nos conecta con un pasadizo olvidado en pos de un futuro que nos atrapa.
Vivimos con tanta conciencia del peligro que nos olvidamos del gozo. Por ello, movimientos como el Slow que rescatan el disfrute de la lentitud, de la comida preparada paso a paso, de la convivialidad, de la caminata sin rumbo, de la simpleza de las cosas cobran cada vez más sentido. El movimiento ya tiene sus años y va lento, sin prisa, conquistando formas de vida que quieren algo más que cantidad.
Diane Willke, artista exquisita, me dice que el ensuciarnos tiene además una parte de estímulo cognitivo. Ponernos frente al barro mojado, tocar lo pegajoso, dejar que nuestros pies sientan la humedad del césped, abre un espacio mental para la creatividad.
Frente a la escena simple de los niños de Nueva Zelanda, viene a mi mente la frase de Allen Saunders: “La vida es lo que nos sucede mientras nos ocupamos de hacer planes”.
Se vale reaprender.