Por años me he dedicado a archivar imágenes de mujeres desnudas, reclinadas. Son siluetas atractivas que, en su mayoría, miran de manera desafiante al espectador. En el corcho de mi escritorio abundan rostros y cuerpos voluptuosos en el pequeño formato de las postales. Observo las creaciones de grandes artistas: la famosa Maja de Goya, Olympia de Manet, La gran Odalisca de Ingres, varios desnudos pintados por Modigliani, y muchas otras en diferentes estilos y colores. En todas ellas hay una fuerza vital: la carne es pródiga, los senos redondos, las curvas atractivas. Sin embargo, hay dos que me intrigan: un insignificante cartón de Toulouse Lautrec que pinta a una mujer recostada en su cama, vestida, con los ojos cerrados, agotada. Es un cuerpo inerte, plano, anguloso. Lo tituló Sola. Aquí no hay erotismo ni nada que se le parezca. Cuando lo miro me contagia de una profunda tristeza. El otro que me da escalofríos es una escultura en mármol de Louise Bourgeois que se titula Mujer-casa: un cuerpo desnudo sobre una superficie plana, que en vez de cabeza tiene una masa cuadrada encima, que —imagino— es el hogar. Tampoco tiene brazos. Aquí no gravita el placer, sino la angustia de quien está atrapada. El cuerpo desnudo parece secuestrado por una fuerza invisible que lo deja completamente vulnerable. En este caso, mi corazón se acerca a la ansiedad, al miedo.
Lo más fascinante de mi pequeño tema es que no se agota. Cada vez que viajo a un museo, encuentro más sorpresas cargadas de sensualidad horizontal. La razón que motivó mi pequeña colección fue encontrar un patrón en las representaciones de mujeres inmortalizadas por los artistas más importantes. De ahí surgieron algunas preguntas: ¿Por qué la culminación de la belleza femenina se encuentra asociada a una cama, a un sillón, a una sábana? ¿En qué radica el deseo de los artistas de pintar a las mujeres desnudas y acostadas una y otra vez a lo largo del tiempo? No quiero dar una respuesta, porque para mí lo importante son las preguntas.
Una vez encontrado el patrón, me di a la tarea de buscar su equivalente en la figura masculina. Indagué sobre cuerpos desnudos de hombres en la misma postura. Mis hallazgos fueron de lo más interesante: los hombres recostados y desnudos estaban, por lo general, heridos, enfermos o muertos. Para el cuerpo viril, la posición supina evoca la idea del fin, mientras que el cuerpo femenino en la misma posición sugiere un posible comienzo.
No es de mi interés moralizar. No es la idea. Las pinturas y esculturas me gustan, expresan un rasgo de genialidad de sus autores. Sólo quiero señalar que —más allá del arte— hay algo de primitivo en todo lo que se relaciona con el deseo. Algo que no hemos querido explorar a cabalidad.
Leo, conmovida, la carta de una víctima de abuso sexual en California. Una carta de doce páginas, desgarradora, que explica el estado de indefensión de una joven de 23 años que fue violada por su agresor durante una fiesta universitaria. El violador, un estudiante de la universidad de Stanford y atleta sobresaliente, aprovechó la inconsciencia de la chica por exceso de alcohol y decidió aprovecharse de ella.
De nuevo un cuerpo horizontal, inerte, en este caso adolorido y vulnerado. Leo con horror las preguntas que se le hicieron a esta víctima durante el juicio, preguntas que tenían que ver con lo que traía puesto, con su manera de beber, con otras cosas que desviaban el punto principal: ¿por qué este chico tan bien educado, tan disciplinado, creyó que tenía derecho de poner su cuerpo encima? Aquí hay algo torcido que debemos señalar. Constato asombrada una ausencia de este debate en nuestros medios nacionales.
Aunque la apetitosa Maja nos espere en su cama en una postura provocadora, si ella dice no, es no. Y si la Maja está borracha, es no. Y si está inconsciente, es no.
El hecho de soñar con la belleza, de imaginarla, de plasmarla en el lienzo, de observarla en un museo, no nos hace automáticamente poseedores de ella.