
Conociste la Galería José María Velasco, en Tepito, gracias al recordado cronista tepiteño Alfonso Hernández, en los años 70, con quien te envió el polígrafo Rafael Cardona, uno de los directivos de la revista Mi Ciudad, para que te orientara sobre el colectivo Tepito Arte Acá, el movimiento cultural entre cuyos padres estaba el artista Daniel Manrique, para quien cualquier muro era buen pretexto plasmar la identidad barrial.

Tanto Manrique como Hernández fallecieron, el primero en 2010 y el segundo en la pandemia del Covid-19, pero permanecen sus obras. Los dos, que tiempo después se distanciarían, han sido homenajeados por amigos. Por eso, como un homenaje en el 13 aniversario luctuoso del muralista, habrá una serie de conferencias en la galería José María Velasco, que ha sido espacio para exposiciones de creadores locales y externos.
Es la misma galería en que Lourdes Ruiz, La Reina del albur, también fallecida, impartía clases sobre albures, muchas veces acompañada por el propio Alfonso, quien se hacía llamar Hojalatero social, siempre dispuesto a resolver cualquier duda o acompañar en un tour por el barrio y llevar con personajes típicos de esos lares urbanos que lo vieron nacer.
Y ahora ese mismo espacio, sobre avenida Peralvillo, exhibe un fotomural en la parte exterior, que retrata la identidad Muxe del Istmo de Tehuantepec, Oaxaca; luego, en la antesala, una pequeña muestra fotográfica de Héctor García, en el centenario de su natalicio; es una selección de imágenes realizadas en la década de los años cincuenta en Ciudad de México, la misma década en que fue inaugurada la galería.

La intervención de la fachada es del colectivo Museo de Arte Latinoamericxn Antirracista, MALA, y se trata de un mural con retratos a manera de mosaico, con la obra del fotógrafo Nelson Morales, “como una puesta alternativa para hablar de la diversidad con doble filo, dentro de los pueblos originarios de México”.
En la parte del programa con la comunidad, sección Pieza del mes, hay tres obras de Gustavo Mayen, artista tepiteño naif y ex convicto. “Él estuvo algún tiempo en la cárcel y ahí la pintura fue un ejercicio de apartarse de lo que está dentro del reclusorio y lo vio desde un enfoque creativo”, informa Alfredo Matus, director de la galería.
Y es entonces cuando entras de lleno a la sala principal, con la exposición madre, que despliega una fiesta de colores en la obra de Laura Quintanilla, quien en los primeros cuadros reúne una sucesión de cartas del tarot descifradas a su modo; además, una serie de las esculturas luminosas en las que evidencia sus inquietudes.


“Es una artista mexicana de la transvanguardia”, dice Matus, en referencia a ese movimiento artístico italiano. “Es una crítica a la modernidad occidental y lo que ha pasado con la polución, la corrupción, coloniaje y todo, desde una mirada poética, incluso mística y oscura”.

Laura Quintanilla nació el 4 de julio de 1960, en Ciudad de México. “Tuve la fortuna de ser parte de una familia autodidacta que tenía gusto por el arte”, dice, y no obstante ella estudiaría Diseño Gráfico, además de pintura, escultura, grabado y una maestría de artes plásticas por la UNAM.
Y todo eso rindió frutos.
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De mis primeros recuerdos, siendo muy pequeña, es caminar sobre un telón que mi abuelito que estaba pintando sobre el piso para una pastorela; sus colores y formas me sorprendían sin saber todavía que era lo que veía.
A mi papá también le gustaba pintar, pero nunca pudo dedicarse de forma profesional, y algo que se me hacían como magia eran unos cuadernos de cuadrícula grande en los que hacía dibujos secuenciados, de forma que al pasar las hojas rápidamente se veían las imágenes en movimiento.
A otra de mis tías le gustaba el teatro y los fines de año hacían una especie de escenario donde mis primos más grandes recitaban o actuaban en escenas referentes a temas de la Navidad.
Después, cuando yo tenía 15 años, mi hermana mayor, María Eugenia, con una trayectoria muy amplia, me llevó por primera vez a la Academia de San Carlos, en la que ella tenía a su cargo el taller de grabado, y entonces quedé enamorada de la escuela; es decir, su arquitectura, las esculturas del patio y el ambiente fueron para mí como un sueño.
En fin, todo esto me hizo ver que mi camino era el arte y que lo que más quería hacer en mi vida era pintar, pero cuando tenía que entrar a la universidad, mi papá pensando en que es muy difícil vivir del arte, me sugirió que entrara a la carrera de Diseño Gráfico, que en ese tiempo el único lugar que la tenían era la Escuela de Diseño y Artesanías, en Balderas.
Así que entré y al tercer año de la carrera con dos amigos pusimos un despacho de diseño; nos fue muy bien y en cuanto terminé la carrera, en 1984, lo primero que hice fue ir a San Carlos a inscribirme a todos los cursos de educación continua; puse un bazar en el patio de mi casa y vendí mi coche, las cámaras, ropa, en fin todo lo que pude, y metí el dinero al banco y me dediqué de lleno a pintar, hacer escultura, grabado, litografía, etcétera.
No salía de San Carlos: llegaba a las 10 de la mañana y me iba a las 10 de la noche, lo que dio frutos rápidamente y al poco tiempo empecé a participar en exposiciones colectivas.
En 1987 me invitaron a participar en la exposición Figura a Figura en el Museo de Arte Moderno, DF, y en 1992 obtuve el Primer Gran premio de Adquisición en Pintura de la Primera Bienal Monterrey; con esta exposición y este premio, mi carrera se catapultó y fueron un gran apoyo para mi carrera.
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La muestra de Laura Quintanilla se llama Espirales Distópicas, que trata sobre el deterioro del planeta. “Es una antología sobre mi obra, en donde se hizo una selección de diferentes cuadros, de diferentes épocas, para lograr un nuevo diálogo, una nueva visión de mi trabajo”, comenta la artista.

“Su poética iconográfica y material discurre entre ciencia y alquimia, tecnología y técnicas milenarias”, escribe Emmanuel Razo sobre la obra de Quintanilla, mientras que ella resume: “Abarco una parte de mi trabajo, que es muy místico, muy mágico”.
En la primera parte de su exposición destacan 22 arcanos del Tarot. “Para mí era muy importante tocarlos porque todo mi trabajo tiene que ver con el cuestionamiento del ser humano, de lo básico: qué somos, a dónde vamos y qué hacemos en este mundo”, reflexiona la artista.
—Son 22 cuadros, 22 cartas…—se le comenta.
—Sí, son las 22 cartas; incluso, si fuera de mi interés poder imprimir y leerlas, lo podría hacer, pero yo lo tomé como una parte de mi trabajo, de entender cómo es el lenguaje del Tarot, cómo la gente siempre ha necesitado de esa parte mágica para su tránsito en este mundo.
En su obra, además de estar plasmada la parte mística, mágica y religiosa, hay una preocupación por el deterioro del medio ambiente y las formas de comunicarnos y de movernos.

“Ha sido un cambio muy fuerte en nuestra relación, tanto con las personas como en todo nuestro entorno”, describe Quintanilla, durante una entrevista en la galería. “Aquí hay otra parte que tiene que ver con la extinción de los animales; pero yo lo trabajo de una forma, se puede decir, onírica o más cercana a lo que es el surrealismo o la metafísica”.
La visión plástica en su obra sobre los avances tecnológicos es muy importante, como también sucede en nuestra forma de comunicarnos, de relacionarnos, “de toda esa inmediatez, toda esa rapidez; todo es como una falta de calma”, dice preocupada, un tanto nerviosa.
—Un mundo acelerado.
—Sí, esa parte de la mecanización del hombre mismo; la contaminación que causa el tipo de basura electrónica. También tocó el tema del transhumanismo, que es como ese tránsito de cambio y de uso tecnológico, en sí mismo; el uso de la inteligencia artificial que lo va a modificar todo...
—Refleja una gran preocupación en estas piezas con cables y luces.
—Es esta reflexión de que, si el hombre va a perder su fragilidad, su miedo, lo que lo hace humano, para convertirse en otra cosa… Es lo que trato de interpretar —finaliza—en estas esculturas que llevan luz, llevan cosas…