Cultura

El pozole de Moctezuma


En un principio solo era espacio donde vendían comida casera. Estaba en el primer piso de edificio en la calle Moctezuma, colonia Guerrero, desde el cual lanzaban las llaves del zaguán cada vez que alguien llegaba a degustar los guisados de doña Balbina Valle. La mayoría de los clientes eran guerrerenses, sus paisanos, algunos de los cuales le sugirieron vender pozole.


La mujer les hizo caso comenzó a cocinar el platillo que se consume mayormente en algunas regiones de aquella entidad, con algunas variantes en condimentos, pues no en todas le ponen sardina enlatada a la base de pozole blanco, que algunos así lo prefieren, para después condimentarlo con lo preparado en la mesa; sin faltar, por supuesto, “el verde”.

Poco a poco el negocio fue creciendo, pues entre los paisanos corría la voz de que ahí vendían buen pozole, al que después agregaron mezcal, también de Guerrero, que servían en jarritos y le denominaban “café”; y así, por muchos años, quedó la costumbre de pedirlo.



El negocio se extendió hacia la planta baja, donde ahora también está la cocina, pues con el tiempo se corrió la voz; y aunque solo iban guerrerenses que invitaban a sus amigos, ya sea chilangos o de otros estados radicados en el entonces Distrito Federal, la fama prosperó.

La mejor publicidad era —ha sido— la de boca en boca, por lo que nunca han colocado anuncios, y la única referencia de que ahí venden el popular platillo es que en uno de los timbres está la palabra “pozole”, de modo que el comensal nada más lo oprime y entonces suena una chicharra, señal que indica empujar el pesado portón metálico.


Y es cuando el cliente entra y su olfato percibe el inconfundible aroma del pozole, y, si ya es hora de la comida, escudriñará el ir y venir de diligentes meseras o a doña Fernanda Garduño, madre de Jerónimo Álvarez, quien forma parte de la cuarta generación que maneja la pozolería.



La Moctezuma es certificada por conocedores como uno de los más suculentos pozoles elaborados con la receta original, al que visita desde gente común, reporteros, deportistas, empresarios, políticos, funcionarios públicos, luchadores, oficinistas, etcétera.

Con solo tocar el timbre sonará el clic del cerrojo automático y se entreabrirá la pesada puerta metálica que habrá empujar y entrar, recorrer un corto pasillo y quebrar a la derecha, esperar turno y percatarse del ambiente familiar, percibir el aroma a mezcal, a orégano y otros condimentos que el popular platillo debe llevar.


Por allá trasladan el aguacate, igual que la cebolla y el chile picados, también el piquín y tostaditas; pozole blanco o verde, acompañado de crema, si lo desea; o, si también pide, un especial con huevo crudo, un trozo de sardina machucada y chicharrón espolvoreado; todo, mientras el sibarita observa la destreza de la mesera.



Lo confirma Jorge Sales, de 75 años, con mucho tiempo de venir y que ahora mismo queda extasiado ante el platillo que le preparan.

Es asiduo desde los años 70, cuando vivía en la colonia Nueva Santa María, y ahora desde Echegaray, Estado de México, de donde se deja venir de vez en cuando. No había venido porque murió el amigo que lo acompañaba.

“Desde hace tiempo que tenía antojo y ahora vine solo”, dice con amabilidad, mientras una vecina de mesa, Adelaida Medina, dice que viene con su hijo, ahora de 35, desde que él tenían 5 de edad.

Es el mismo lugar, aunque en la ahora diferente, al que hace muchos años algunos llamaban “el clandestino” debido a la discreción o porque solo era para conocidos, algunos de los cuales pedían “un café” cuando se referían al mezcal, originario, ahora se sabe, de Chichihualco, Guerrero.

***

Tienes algo así como cuarenta años que vienes a esta pozolería, pues se trata de los pocos pozoles en Ciudad de México que más se acerca al sabor de tu tierra. En aquellos tiempos no estaban esos edificios de enfrente, ni los llamados valet parking, pero aún conserva la discreción.

Un día entraste y en el fondo viste a tu jefe Carlos Marín, acompañado del doctor Narro, quienes después —ahora mismo lo confirmas— invitaron al empresario Carlos Slim, un hecho que desde entonces se menciona en ciertas páginas que promocionan lugares en Ciudad de México.

En aquellos años a esta pozolería, situada en la calle Moctezuma, tus amigos y tú la conocían como “el clandestino”, una palabra que no le agrada a Jerónimo Álvarez Garduño —aunque ya contextualizada acepta la referencia—, quien forma parte de la cuarta generación que la administra.

“La original fue mi bisabuela, Balbina Valle; luego, mis abuelos, luego mis papás, y ahora yo soy la cuarta generación”, ratifica.

—Tu abuela…

—Herminia López, sí; mi abuelo, Fernando Álvarez, mi mamá Fernanda Garduño, mi papá Guillermo Álvarez.

—Qué recuerdas de niño.

—Mi bisabuela tenía su departamento y ahí hacía comida para sus amigos guerrerenses; un día le dijeron que por qué no hacía pozole y desde ese día llevamos 74 años haciendo lo mismo.

Padre y bisabuelos nacieron en Iguala y en Chilpancingo; por eso este hombre se enorgullece de su raíz guerrerense, y aún más:

“Sí, yo soy la séptima generación en línea directa de Juan Álvarez, presidente de la República, héroe de la Independencia, de la Reforma, Plan de Ayutla…”

—Entonces es un orgullo tener esta pozolería.

—Sí, cuatro generaciones no se dice fácil, y tratamos de mantenerlo como la empezó mi bisabuelo.

—Y ese pozole original cómo se hace.

—El pozole es verde y blanco; se le ponen los diferentes ingredientes de toda la región guerrerense: huevo, sardina, chicharrón, aguacate, cebolla, chile verde.

—Han venido políticos, personajes…

—Políticos, artistas, deportistas, gente de todos los medios de comunicación.

—Y empresarios.

—El más famoso, Carlos Slim. Lo trajeron el doctor Narro y Carlos Marín. Nuestro éxito es que la gente platica y va creándose un círculo donde la publicidad es de boca en boca.

Y aquí es cuando le comentas que a este pozole algunos le decían “el clandestino”, pero a Jerónimo parece desagradarle la expresión.

—Nunca nos hemos llamado así— ataja.

—No, no es que se llamara así, así le decían.

—Sí, porque estaba en un departamento.

—Era familiar.

—Así es. Somos el Pozole de Moctezuma.

—Y al mezcal le decían “café”— se le acota.

—El café porque se servía en un jarrito de barro.

Pozole de Moctezuma tiene clientes de casi todas las clases sociales. “Tenemos la fortuna de contar con mucha gente que nos ha venido siguiendo durante 70 años”, comenta Jerónimo. “Vienen la cuarta generación de nietos y bisnietos de clientes”


Y como un homenaje a sus fundadores colocaron las imágenes de quienes Jerónimo llama “los héroes de la casa”. “Mi bisabuela, mi bisabuelo, mi papá que ya fallecieron, ahí están las fotos”.


—Y cuando eras chico qué decías.

—Yo he vivido toda mi vida aquí, en este edificio; entonces estábamos en un primer piso, luego nos bajamos y abrimos el primero.

—¿Y cómo les ha ido con la pandemia?

—Sufrimos lo que todo el mundo en esta ciudad, en este país ha sufrido, estuvimos ocho meses nada más para llevar, un poco complicado, pero vamos saliendo, vamos saliendo.


***

Y aquí —entre paredes adornadas con encendedores en pequeñas cajas de cristal que coleccionaba el abuelo— está el matrimonio formado por el guerrerense Gerardo Carrillo Fierro y Mónica Rojas, quienes vienen como otros tantos comensales que no todos son del estado de Guerrero.



“El pozole está muy rico”, dice Mónica, también acompañada de sus pequeños, hombre y mujer, que disfrutan del platillo.

Carrillo Fierro degusta un pozole especial con sardina. Informa orgulloso que es nieto de Wilfrido Fierro Armenta, poeta, cronista y compositor oriundo de Atoyac de Álvarez, Guerrero.

—De raíz guerrerense.

—Así es, y vengo aquí porque es el pozole que está más apegado a las costumbres.

—¿Y cómo supo de esta pozolería?

—Por un amigo que me trajo hace 20 años.

No muy lejos está la familia Pérez Torres, formada por Óscar y Rita y sus hijos, Valeria y Santiago, quienes disfrutan pozoles verde y blanco.


Y aquí anda la siempre diligente Fernanda Garduño, quien recuerda que la colección de más mil encendedores que adornan las paredes comenzó en los años setenta, con cinco adquiridos por su suegro —fallecido en 1982—, a quien ella sugirió que colocara en una vitrina.

—Y así inició la colección.

—Así se inició, y luego cada cliente que llegaba, amigo, familiares, le empezaron a regalar encendedores, hasta que se formó toda la colección.


Y nos despedimos de la Moctezuma, donde su principal producto es acompañado de una bebida igualmente guerrerense, afianzada con un refrán: Para todo mal, mezcal; para todo bien, también.


Humberto Ríos Navarrete

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