Desprecio a la gente asustada que busca consuelo en la agresión y el grito. Somos insignificantes; enfrentar el miedo sin ruido ni insulto, desde la tolerancia y el silencio, es noble, digno y bello.
Mi abuela vivió atormentada porque durante la enfermedad que mató a su esposo reaccionó con violencia. La recuerdo ruidosa e hiriente con médicos (un maldito estafador de doctor, eso es lo que usted es), abstracciones (cuarto con pinches colores idiotas) y amigas (bonito trabajo hiciste tú con el tuyo, que te abandonó, como para que vengas a darme consejos sobre mi marido); ruidosa e hiriente con su hijo (para el poco tiempo que te quedas cuidando a tu padre, sería mejor que ni vinieras), perra (y yo limpiando tus mierdas, tú deberías ser la que se esté muriendo) y con el hombre que más amó: Luis, mi cielo, si no hubieras sido tan pendejo…, y Luis (su esposo, mi abuelo) se resignó al derrumbe desde la suavidad y el sosiego; él no se quejaba, leía libros sobre ajedrez en su cama, a veces escuchaba a Joaquín Rodrigo y con cariñosa voz baja nos inventaba historias (a mis hermanos y a mí) donde se nos hacía de noche en el bosque, pernoctábamos en tiendas de campaña y hacíamos fuego con ramas hasta que comenzaba a faltarle el aire y toser y la voz se le asfixiaba y mi abuela entraba al cuarto desesperada y nos gritaba ¿qué no ven que está enfermo?, déjenlo tranquilo, no le hagan eso, y ella (mi abuela) a cada insulto, a cada grito, se aislaba cada vez un poco más en una soledad rabiosa y amarga que contrastaba íntimamente con lo que Luis de ella necesitaba.
Eso mi abuela lo entendió hasta quedar viuda, cuando después del funeral ya no tuvo a quién herir y se desmoronó en la culpa de no haber sabido enfrentar emocionalmente una enfermedad terminal. Después, volvió a ser ella: cálida y amable, comprensiva y presente, pero ya nunca dejó de despreciarse.
Vivo convencido de la veracidad en esta idea que D.H. Lawrence ensaya en el libro Haciendo el amor con música: “somos los sueños de nuestras abuelas; no los que vivieron abiertamente, si no los secretos: los que soñaron ocultas”.
Mi abuela se despreció por haber sido hiriente, agresiva y gritona ante el miedo de su insignificancia. Soñó con resignación, tolerancia y silencio, pero no fue capaz de eso porque era su sueño secreto, un noble, bello y digno sueño secreto del que yo estoy hecho en estos terribles días llenos de incomprensión, brutalidad y muerte.