
Narremos estos terribles días mexicanos desde sutiles exploraciones sobre los colores (dolor, dicha, orgullo, rencor, frustración, esperanza, deseo, vacío, recuerdos) que encienden y desvanecen los corazones (siempre contradictorios) de mujeres y hombres.
“Resisto a través de mi gata”, dice Carolina de 31 años, “me paso horas observándola: su capacidad de asombro es interminable y no existe lugar en casa que para ella sea inalcanzable”.
¿Cómo las personas combaten el encierro, la desesperación, el desempleo desde sus vidas secretas durante la pandemia? Las crónicas que exploran esas íntimas resistencias son las únicas que en verdad importan.
“Resisto pensando en todo lo que voy a hacer cuando nos dejen salir”, dice Andrés (19), “cuando me empiezo a malviajar, pienso en que iré a correr a Viveros, en que iré a visitar a mamá en Guadalajara y me aferro a esos pensamientos”.
A través de la imaginación soportar la soledad es una posibilidad; lejos de las calles y sus leyes, somos nuestra capacidad de crear imágenes. Pero éstas son las resistencias del privilegio: el privilegio de poder resistir el encierro leyendo, viendo películas, emborrachándose, jugando con gatos e imaginando futuros escenarios.
“Yo tengo que ganar por lo menos 200 pesos diarios a la de a huevo y si me pusiera a creer en las noticias, pues ya me fregué”, dice Santiago de 61 años,”mi manera de resistir es seguir yendo al taller, es seguir abriéndolo, mi manera de resistir es no haciendo caso”.
Sandra, de 43 años limpia casas en la alcaldía Tlalpan sin garantías legales; de sus siete empleadores solo una accedió a adelantarle cuatro semanas; los demás no le dieron nada, como si no la conocieran ni tuvieran responsabilidades hacia ella. Sandra es madre soltera; su hija Cristina (23) consiguió trabajo en una aplicación que consiste en hacer mandados. Pidieron una motocicleta prestada a la vecina y se dividen los turnos: cinco horas cada una; monitorean sus trayectos e intentan siempre laborar bajo la luz del día. Llevan de aquí allá cosas que caben en sus mochilas de espalda: latas de cerveza, botes de cloro, cargadores para dispositivos móviles, sopas instantáneas, aspirinas, juegos de video, libros, pastillas anticonceptivas, mezcal, cigarros, batas de baño y fundas para almohadas.
“Ayer por la tarde llevé a una casa de la alcaldía Coyoacán dos pizzas. Cuando quise entregárselas a la señora, ella brincó hacia atrás como si la hubieran electrocutado y me gritó que no, que me alejara y se las dejara sobre las escaleras y me fuera”, dice Sandra, “que cómo se me ocurría querer dárselas en las manos, que no fuera imprudente, que a la próxima me pusiera guantes y no llegara hasta la puerta, que no fuera a infectarla. Me dejó 20 pesos de propina y me dijo que no me agachara a recoger el billete hasta que hubiera cerrado la puerta”.