La veterinaria escucha sin pestañear mi duda: ¿qué derecho tengo a decidir mutilar en Casís, la gata con la que vivo en Tlalpan, la posibilidad de ser madre?, pero lo único que ella dice es: “¿sí va a querer la cirugía? Si sí, dígame para poder avisarle al compañero que va a ayudarme”. Y termino por decir sí; digo sí a pesar de que decir sí implica cosas que quizá me resultan siniestras, como, por ejemplo: mutilar en Casís su derecho a ser madre revela que me asumo dueño: le doy de comer y le doy techo, en su alimento y cama gasto dinero, y eso la hace mía. Es mía y no quiero que sus crías tengan en las calles de Ciudad de México una vida de hambre, abandono, enfermedad, frío, crueldad, sufrimiento y maltrato. Es una idea tranquilizadora que me justifica. ¿Qué tan honesto estoy siendo sobre mis motivaciones? La posesión en sí misma es un asunto de naturaleza egoísta y vertical. Es mía y no quiero que me moleste con su angustia reproductiva. Es mía y la idea de su celo me aterra. Es mía y para que no me despierten le destruyo sus agudísimos chillidos de deseo, rabia y desconcierto.
El asunto dentro de mí se enreda: la decisión consciente (no quiero que sus crías tengan en las calles de Ciudad de México una vida de hambre, abandono, enfermedad, frío, crueldad, sufrimiento y maltrato) no es menos verdadera que la decisión siniestra (mutilo a MI gata porque antepongo mi tranquilidad a su maternidad).
Y digo: “sí, esterilícela, se llama Casís, tiene siete meses”, una afirmación que nace en la irresolución; luz verde que parpadea desde la duda.
Mi abuela y padre no tuvieron estos conflictos; operaron a sus mascotas sin vacilar. Pertenecen a generaciones guiadas por inflexibles esquemas (matrimonio, trabajo de oficina, misa…) que les permitían decidir desde la seguridad y la certeza (por más falsas que éstas fueran). Mi generación rechaza esos esquemas por intolerantes y violentos, pero no hemos sido capaces de colocar otros. Estamos rotos y habitamos la incertidumbre; desde ahí tomamos decisiones.
Tras esterilizar a Casís, la veterinaria dice: “15 días con el collar isabelino y dale cada cinco horas los medicamentos que te estoy dando (pastillas y un polvo naranja para disolver en agua)”, pero el collar isabelino incomoda a Casís hasta hacerla sufrir y la solución le provoca arcadas de vómito, así que decido no hacer caso. Digo: pinche veterinaria anticuada y decido liberar la cabeza de mi gata y dejarla sanar sola.
Tras tres días bien, una noche descubro que Casís se ha lamido el muslo hasta dejarlo al rojo vivo y con los dientes arranca mechones del pelo negro que le cubre la parte interior de su cola.
Al verla, la veterinaria celebra que la herida de su esterilización esté limpia y cerrada.
“¿Y su muslo descarnado, y su cola despedazada?”
“Oh, no es grave: estrés postraumático”.