Me aferro al sonido de los coches que pasan tras la ventana. El monocromático encuentro entre caucho y asfalto me calma. Ruedan sobre la calle, unas tras otras, miles de llantas y hallo sosiego en consignar su insípida canturía que de pronto es alterada por el trino agudo, breve y alerta de un pájaro verde cuyo influjo resulta inesperado y luminoso, pues incorpora la existencia del brillo en el paisaje sonoro. Pero mi angustia es tanta que basta un ladrido para derrumbar la tranquilidad y dejarme a merced de pensamientos siniestros.
Quien ladra es Cora, la perra de los vecinos, una pastor un poco alemana y un poco belga que vive permanentemente encerrada en el jardín de una casa donde sus humanos están confinados desde marzo. Durante esos 11 meses, Cora se ha vuelto malhumorada y ruidosa a causa de la frustrante sensación de estar abandonada a una pared de distancia de las personas que ama. Sucede cada madrugada que un cacomiztle cruza frente a su jardín y ella se abalanza hacia la reja para ladrarle con histeria y despertarnos a todos en el condominio. He pensado muchas veces en escribirle a mis vecinos: Cora está nerviosa, necesita estar con ustedes: métanla a la casa, salgan al jardín, nada les cuesta y ya verán que resulta una hermosa convivencia. Me detiene la idea de que quizá, si reciben una queja, decidan deshacerse del problema llevando a la perra a un parque para dejarla suelta, sin correa. Me horroriza la idea de Cora perdida y desesperada, aullando de hambre y tristeza en calles violentas.
Mi angustia es tanta que me he vuelto incapaz de tomar decisiones cotidianas. Solía ser rápido y práctico para actuar/pedir/conciliar/resolver/cambiar/intuir/dialogar/proponer/avanzar/impedir/aclarar. Ahora quedo paralizado a causa del miedo antes de siquiera poder decir sí o no. La posibilidad de que lo terrible se instale en cualquier cosa que me rodea me tiene inmóvil y asustado, inmóvil y nostálgico, inmóvil y silencioso, inmóvil y profundamente trágico, así como inmóviles, temerosos, nostálgicos, silentes y trágicos han avanzado estos terribles días mexicanos desde hace un año.
Intuyo la sombra de una solución: abrirme hacia lo otro, hacia cualquier otredad vegetal, animal o sonora que tenga al alcance de mis sentidos. Por eso intento aferrarme a los ruidos que afuera de la ventana se generan y en sus repetitivas configuraciones busco encontrar algún patrón que me calme. Pasan los coches: llanta contra cemento; vuelan los pájaros: trinos brillantes. Rodar y cantar. Y esta vez casi lo consigo; estuve al borde de la tranquilidad, pero la sirena de una ambulancia todo lo ha derrumbado: alguien, en algún lugar, está herido, muerto o enfermo.