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Esta mesa la compré en Peña Pobre hace cinco años (directamente a su creador) porque me fascinaron el cocodrilo, la luna y las cuatro libélulas talladas en madera sobre su tablero. En la sala me pareció demasiado colorida y en la cocina demasiado chaparra. Terminó en una esquina del pequeño despacho en el que trabajo. Le puse encima libros, ropa, plumas, xilófono de juguete, caja de pañuelos y peluche de vaca.

Al darle uso de bodega sepulté su alegre imaginación desbordada. Y así, quizá, ha sido con todo lo demás: Con mis ideas e ilusiones, con mis amigos y promesas, con mis claridades y miedos, con mis movimientos e intenciones, con mi voz y erotismo, con lo que hago y lo que pienso, con lo que evado y deseo.

Me aterra la idea de haber perdido la capacidad de asombro y me aterra que para continuar haya tenido que restringir mis sensaciones, pero el terror es la tónica de este siglo mexicano y todos estos años de brutalidad nos han ido derrumbando.

Cuando compré esta mesa tenía 28 años y me entusiasmó su onirismo; le imaginé un lugar principal en mi casa y, por lo tanto, en mi vida. Todo ha sucedido desde formas distintas: formas lentas, casi estáticas, cansadas, nunca poéticas ni abiertas, mucho más cercanas en sus trazos a una bodega que a una ventana.

En estos días de encierro, las cosas que me rodean en casa han adquirido ante mis ojos extraordinaria importancia.

1.- Taza para café con mango que simula un piano.

2.- Alcancía de cerdo en cerámica donde junté suficiente dinero, a los ocho, para comprarme guantes de portero.

3.- Espejo de rostro con marco de aluminio y azulejo.

Cosas que en mí habían perdido cualquier significado de pronto las encuentro cercanas y propias, profundamente íntimas y conmovedoras.

La mesa sobresale entre todas.

Le quito de encima libros, ropa, plumas, xilófono de juguete, caja de pañuelos y peluche de vaca. Libero su imaginación desbordada. El fondo es verde. En el cuerpo del cocodrilo hay franjas naranjas, cuadros azules y bolitas blancas; a la mitad de la cola tiene pegado, cubierto por barniz, el fragmento de una nota periodística de 1903 en donde se lee: “Estas criaturas podrían ser los últimos ejemplares de un simio llamado gigantopiteco, que según se cree se extinguió hace 300 mil años”. Cuatro libélulas sonrientes revolotean alrededor del cocodrilo con dirección a una luna en creciente menguante con el rostro humanizado (boca cerrada, ojo alerta). Las seis figuras producen la impresión de hablar entre ellas, de estar comunicadas en una misma danza de liberación, color y consenso.

Por un instante siento mi antiguo entusiasmo. Siento que sobre esta mesa mi trabajo podría otra vez nacer desde el asombro.

Pero no: el tiempo no cura, no puede curar porque el tiempo es la enfermedad.

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Hugo Roca Joglar
  • Hugo Roca Joglar
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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