Por cada plato que rompo mientras lavo y acomodo trastes, rompo cinco vasos. Como menos de lo que bebo en esa proporción: por cada ensalada tres cervezas y dos mezcales. Así desde que tenía 17. ¿Cómo están sus porcentajes?... y de esta manera se articulan mis pensamientos en estos últimos días: han dejado de ser privados para convertirse en conversaciones imaginarias que me gustaría tener con mis amigos cuando podamos volver a vernos, y en el tiempo verbal se esconde una clave importante para tratar de descifrar toda esta angustia que nos rodea: “gustaría”, una sensación pasiva del anhelo donde entre realización y deseo hay un obstáculo gigantesco: el miedo de morir asfixiado, el miedo de contagiar a alguien que muera asfixiado.
Mis pensamientos, de sólito tan secretos, inmóviles y silentes se han desinhibido: salen a buscar la vida que afuera debe ser vivida: la de la convivencia y la fiesta, la de la hermandad y el contacto; pensamientos parlanchines que se desbordan hacia la gente para revelarse y hacer muchas preguntas sobre pensamientos ajenos: ¿en qué piensas, Luis, cuando manejas?; digo, ¿piensan en algo concreto?; ¿prefieres, Azahara, en el mezcal regusto de humo, tierra o madera?; ¿has escuchado, Mauricio, Mestizo de Axel Catalán?, a mí me encanta por su riesgo; es una canción sobre volar y partirse la madre, y quizá haber decidido ya no soportar tanta tristeza, tanta mala suerte, tanta soledad..
Y mi instinto no puede evitar la necia y absurda sospecha: ¿quién me quiere encerrado?, ¿por qué?, ¿bajo el pretexto de la salud se desea controlar los cuerpos?, ¿qué está ocurriendo afuera mientras yo me desgasto en casa?, y el pensamiento del desgaste de pronto me pone muy triste; imagino todos mis lugares queridos que, poco a poco, sin gente, se están marchitando; pienso en el polvo acumulado sobre los tableros del Club de Ajedrez Mercenarios y sobre los libros en los estantes del Centro Cultural Elena Garro, pienso en polvo y en la violencia inherente al abandono: abandonadas, las personas y las cosas se rompen y amargan; hay peligro incluso en una silla que lleva tres meses sin ser usada, pero mis pensamientos se cansan de ser lúgubres y siniestros y retoman su vocación social para convertirse en conversaciones imaginarias que me gustaría tener con mis amigos cuando podamos volver a vernos.
¿Recuerdas, Gaby, cómo cuando a los cuatro años, durante el recreo, nos mordíamos cuello, cabello, nariz, dedos, y la maestra Teresa, escandalizada y estúpida, nos condenó por precoz erotismo a pasar los recreos bajo custodia en extremos opuestos del patio?; ¿alguno tiene alguna cita del momento?, yo sí, es de John Updike: “de modo que crearon cárceles que llamaron colegios, donde impartían torturas que llamaron educación”.