El presidente Andrés Manuel López Obrador dijo que él es hombre de palabra. Uno pensaría en que es íntegro, de una pieza, que se sostiene en lo dicho. Pero ya he comentado también que más bien él es hombre de palabras, y en esa pequeña “s” hay un mundo de diferencia. Porque un hombre de palabras puede ser, como nuestro Presidente, un mentiroso, que un día falta a la verdad y otro la tergiversa, pero sin dejar de soltar un chorro interminable de palabras. Lo hace con un ritmo que desespera, con la persuasión de un vendedor de Biblias, y con sordera total a lo que no sea la admisión pura de que él está diciendo la verdad y nada más que la verdad.
Una maroma mental me hizo recordar a un personaje al que le tomé mucho cariño: el notario coahuilense Jacinto Faya Viesca, que condensó su amor por las palabras en una sentencia inapelable: las palabras tienen poder y magia. Y dedicó los últimos años de su vida a cultivar esas palabras en contextos de orientación y guía. Palabras de poder.
Luego pensé que López Obrador también considera, a su manera, que hay poder en las palabras, y por eso nos endilga una filípica cotidiana de lunes a viernes. Sí, las palabras son poderosas aunque no sean ciertas, a condición de que sean creídas. Y apoyadas por la fuerza del Ejecutivo, ¡huy! Ahora que salieron datos sobre la importación de energéticos, solo puedo imaginar el pánico que sintieron más de tres cuando dijo: “Esos datos están mal”, aunque estén bien.
Jacinto Faya, de joven, se enamoró del concepto del “lance de osadía”, una maniobra atrevida, audaz, que en principio le llevó a salir de un almacén tras pagar un libro… pero no la pipa, el sombrero y los lentes que mostró a la cajera con un temple que le pareció osado. Creo que el Jacinto más maduro hubiera regresado lo que tomó, porque lo importante era el atrevimiento, no el hecho en sí.
¿A qué viene lo anterior? A un paralelo que veo entre el Peje el Jacinto de los años mozos. López Obrador permitió que unos normalistas secuestraran choferes y chantajearan al gobierno para conseguir algunos privilegios. Creo que de modo parecido a Jacinto de joven, el Presidente vio —y admiró— el lance de osadía de los normalistas, e identificándose con ellos (después de todo su carrera se basó en la presión y el chantaje), pasó por alto el delito. Malo el cuento. Pero no deja de ser mágico… o al menos eso nos dice AMLO.