Eliminar al adversario político, convertido en enemigo irreconciliable, no es exclusivo de las élites rusas. La historia mundial nos muestra cientos de casos alrededor de todo el planeta y en todos los tiempos.
Pero los rusos tienen un estilo muy peculiar. Una especie de versión reloaded de la era ateniense socrática combinada con la literatura de Dostoievski, Le Carré y Flemming donde el veneno es el arma sospechosa casi, casi, invisible e indetectable.
El envenamiento reciente de Alexei Navalni —férreo, acucioso y molesto opositor al Kremlin— es uno más de esa lista que ha ido creciendo en los últimos años: Serguéi y Yulia Skripal, Alexandr Litvinenko, Anna Politkóvskaya, Piotr Verzilov, Vladimir Kara-Murza, Alexander Perepilichny, Stepán Bandera...
Pero el ajuste de cuentas también se da en casa y no contra el adversario; quizá los ejemplos más notables de la historia rusa sean los de Rasputín y, de acuerdo a varias versiones, Stalin.
Hartos del poder inconmensurable y “místico” que poseía Grigori Rasputín sobre los zares, la nobleza rusa decidió asesinarlo el 30 de diciembre de 1916 en el palacio Moika, del príncipe Félix Yusúpov.
El extraño monje fue recibido con un festín engalanado con pasteles de chocolate, vino dulce... y cianuro, mucho cianuro. Pero no pasó nada. El que para muchos en la corte de los Romanov era considerado una especie de semidios, ni siquiera se inmutó con la carga de veneno.
Desesperado y alentado por sus nobles compinches, Yusúpov le dispara por la espalda. Pero la terquedad mística de Rasputín se negaba a dejar este mundo. Hubo cuatro disparos más y finalmente, lo arrojan al helado río Neva de San Petersburgo, donde su cadáver fue encontrado días después.
Pasarían 36 años para que también los comunistas —cansados de tres décadas de un poder déspota y tiránico pero sobre todo, no compartido con el Politburó— decidieran utilizar veneno, quizá warfarina, para matar a Stalin.
Eso al menos ha sido el punto de vista de algunos historiadores, como Jonathan Brent, que refutan la versión oficial que afirma que el dictador murió por hemorragia cerebral.
Tras una velada en su dacha de Kuntsevo con sus más cercanos (¿leales?) colaboradores, Stalin se retiró a su habitación a las cuatro de la madrugada del primero de marzo de 1953. Hay dos versiones: una, que fue una reunión de lo más agradable; y otra, que asegura que terminó en una fuerte discusión.
Lo que los historiadores sí coinciden es que hubo mucho vodka y que estuvo presente el entonces jefe de la policía y del servicio secreto, Lavrenti Beria.
A partir de ahí, durante casi un día no se supo nada de Stalin. Silencio absoluto en su alcoba. Nadie se atrevió —o quiso— forzar la puerta de la recámara. Cuando por fin entraron, lo encontraron en plena agonía.
Los rumores se detonaron, las versiones de su muerte se multiplicaron, entre ellas la del envenenamiento. Una idea que el propio sucesor de Stalin, Nikita Jrushchov, pareció reforzar al asegurar en su autobiografía que Beria llegó a afirmar: “Yo lo maté, lo maté y los salvé a todos”.