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Cuando las ciudades lloraban a sus muertos

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  • Héctor Zamarrón

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Una tarde de fines de primavera en Baltimore, hace exactos cien años, se reunieron cientos de ciudadanos para honrar la memoria de 130 niños cuyas vidas fueron sacrificadas en siniestros viales en esa ciudad a lo largo del año previo. En punto del mediodía, el alcalde William F. Broening inauguró un monumento de ocho metros de altura, elaborado en madera y yeso, con la apariencia del mármol, con forma de obelisco.

Era una intervención temporal dentro de la “Semana sin accidentes” organizada por el Consejo Nacional de Seguridad como parte de un intento de disminuir los costos en vidas que la llegada del automóvil a los Estados Unidos estaba causando a principios del siglo pasado.

Ceremonias similares se organizaron con el mismo objetivo en ciudades como Nueva York, Pittsburgh, Washington, Saint Louis y Louisville, entre otras, incluso hubo una marcha en Nueva York con 200 madres vestidas de blanco, cada una con hijos muertos por automovilistas.

En los primeros años veinte, las muertes de peatones y especialmente de niños se consideraban pérdidas públicas intolerables para toda la comunidad, según relata Peter Norton en “When Cities Made Monuments to Traffic Deaths”. En contraste, hoy en día se trata cada muerte en el tráfico como una pérdida individual que se debe sufrir en privado, a puerta cerrada.

Hace un siglo los alcaldes, la Iglesia, los jueces, los periodistas y hasta los empresarios de seguros defendían el derecho de los peatones a caminar y, centralmente, el de niños y niñas a usar las calles de sus colonias para jugar y convivir.

Sin embargo, las empresas automotrices apoyadas por publicistas y medios de comunicación masivos emprendieron una campaña para sancionar a los peatones y cargarles con la culpa de sus muertes. Fue la época en que nació el jaywalking (de jay pájaro y walking caminar), término con el que ridiculizaban a los peatones distraídos que iban “pajareando”, como relata el mismo Norton en Fighting Traffic. The Dawn of the Motor Age in the American City.

La consecuencia es que hoy en día, en casi todo el mundo, las pérdidas de vidas en siniestros viales son tragedias individuales, consideradas como “naturales” o como “accidentes” inevitables. Las ciudades se desentienden de la epidemia de muertes y envían a los deudos a llorar en privado su pérdida. Esa es la sociedad del automóvil en la que vivimos.

En México, cada día mueren atropellados tres niños, según datos históricos del Inegi y en la última década han muerto 11 mil menores de diez años porque caminar en la calle o jugar en espacios públicos representa el mayor peligro para un infante.

Son muertes invisibles para los colegas de los medios y para quienes gobiernan en el país, pero también para la sociedad que se ha vuelto ciega ante esta otra pandemia inadvertida que cuesta miles de vidas.

Nos falta mucho más periodismo en seguridad vial y un activismo mucho más fuerte y decidido para salvar vidas y, aunque incipientes, ya existen organizaciones de víctimas viales que están destinadas a tener un rol mucho más destacado en el futuro cercano.

El cambio es imparable, la sociedad del automóvil tiene que quedar atrás pronto.

Héctor Zamarrón

[email protected]

@hzamarron


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Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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