La tierra pertenece a los vivos, y ninguna constitución puede ser perpetua. Toda norma caduca con el paso del tiempo. Su validez reside en la utilidad que representa para las generaciones futuras. Si deja de ser útil, es deber de los vivos replantearla y adaptarla a sus necesidades.
Thomas Jefferson
El reciente paquete de reformas enviado por el presidente López Obrador al Congreso de la Unión busca, una vez más, reformar la Constitución. Se trata de iniciativas que reformarán, adicionarán o derogarán al menos 20 artículos. Si son aprobadas por el Senado y ratificadas por 17 legislaturas locales, como establece el artículo 135, nos encontraríamos ante una Constitución transformada, que ha sido modificada 753 veces desde 1917, colocándola como la más reformada del mundo.
Este hecho plantea preguntas sobre la estabilidad y coherencia de nuestro marco legal. Cada legislatura, sin importar su color político, ha buscado imprimir su sello en la Constitución, generando un cuerpo normativo más extenso y complejo. Si bien algunos argumentan que estas reformas son necesarias para adaptar la ley a la realidad de México, lo cierto es que hemos pasado de tener una Constitución de principios generales a un texto profundamente reglamentario y detallado.
En lugar de ofrecer un marco general que permita el desarrollo de leyes secundarias, la Constitución ha asumido funciones que normalmente corresponderían a leyes reglamentarias, convirtiéndose en un documento técnico y difícil de interpretar, inaccesible para la población en general. Esto plantea una pregunta de fondo: ¿debe una Constitución ser accesible y comprensible para todos, o puede ser un documento reservado a expertos?
A esta situación se suma la velocidad con la que se están aprobando las reformas. Aún no comienza el sexenio de Claudia Sheinbaum y ya se han impulsado varias modificaciones que, en lugar de simplificar el marco jurídico, añaden más complejidad. Este escenario invita a reflexionar sobre las consecuencias a largo plazo de esta tendencia: cada vez es más difícil para el ciudadano promedio comprender el contenido de su propia Constitución.
Lo que está en juego no es solo un problema técnico, sino de legitimidad. La constante modificación puede generar la percepción de que el documento sirve a coyunturas políticas inmediatas, en lugar de ser una norma suprema que refleje principios duraderos. La legitimidad de una Constitución reside en su capacidad de establecer un pacto social sólido, no en su transformación continua para adaptarse a las necesidades políticas del momento.
Es válido preguntarse si, en el contexto de la 4T, existe la tentación de proponer una nueva Constitución o una reforma tan profunda que equivalga a una refundación del Estado. Con la mayoría calificada en el Congreso y el respaldo del 51% de los congresos locales, no sería difícil imaginar un escenario en el que se impulse una reestructuración constitucional. ¿Qué lo impediría? Con los votos suficientes, podrían buscar una transformación radical, aunque no la llamen "nueva Constitución", en los hechos lo sería.
El verdadero desafío está en encontrar un equilibrio entre la adaptabilidad de la Constitución y su estabilidad. Un marco flexible es crucial para responder a las demandas de una sociedad en evolución, pero una Constitución que se modifica continuamente corre el riesgo de perder su esencia y convertirse en un simple reflejo de las coyunturas políticas. ¿Estamos preparados para un debate serio sobre la necesidad de una reforma constitucional profunda o, incluso, una nueva Constitución? ¿O seguiremos por el camino de reformas parciales que solo añaden complejidad y confusión?